Las afinidades [s]electivas

Toda imagen es habitada por el insondable misterio del momento. Lo que pasó en el instante anterior, es decir, lo que atrapó al autor, lo que sólo él vio y sabe. Y lo que pasó después.

¿De dónde surge la magia súbitamente presente en unos rasgos, en un paraje desconocido, en el gesto de una mano amada? Y que nunca va a repetirse…

La imagen capturada, aún acercándose, es incapaz de transmitir la emoción exacta, el instante fulgurado y su brutal impacto en la mente emocional. Esa impotencia a captar lo impalpable, a pesar de todos los avances tecnológicos, es la peor lacra del arte pretendidamente reproductor de la realidad. Primero porque la realidad no existe fuera de nuestra mente, luego porque ni siquiera se trata aquí de realidad sino de inmaterialidad, de la imposibilidad de hacer visible algo intangible, algo que escapa a la visión y hasta a la emoción por desesperadamente fugaz y escurridizo.

Me pregunto a veces si las palabras son más fieles. Y creo que tampoco. Cualquier gesto, nota, trazo, llega tarde; la cita es de entrada fallida, desfasada, postrera. Lo que queda ya es otra cosa; como la manifestación de una impotencia que tratamos de eludir; pensamos que tal vez en esa imagen –melodía, poema…– vamos a reencontrar la reverberación de lo que ocurrió en un nanosegundo.

Pero no. Esto que puede casi tocarse con la mano, o visualizar cuando apetece, es bien distinto. Es un sentimiento nuevo que viene a sustituir a otro, y a veces –oh, fortuna– lo vuelve a moldear y lo engrandece. También pasa.

No creo que convenga pararse en el camino de la existencia, los instantes no se repiten nunca y no deberíamos permitirnos la nostalgia, esa constante seductora. Los momentos de antes, los de después, mejor fundirlos y no retenerlos demasiado tiempo. Ya, nos gusta engañarnos, pero ¿quién puede pretender que la emoción sea la misma cada vez que volvemos a ver la misma imagen?

Cada visión, cada momento vale por sí mismo, ¡despojémoslo de lo que lo rodea o carguemos de una vez con ello, desaprendamos el tiempo, seamos libres! La vida fluye, no para nunca, sólo nos queda fluir con ella.

Como lo hace ‘El río’ de Jean Renoir.

O como también lo dibuja la admirable coexistencia de imágenes –momentos– del cine de Peter Greenaway.

Y la cohabitación pacífica de los distintos puntos de vista en el cubismo.

Y los décalages – desfases– de William Faulkner (‘El ruido y la furia’, ‘Sanctuario’): buscar las huellas, volver a pegar los trozos para entender. ‘El ruido y la furia’, mi mejor fracaso, afirma en una entrevista en París en los años 50.

¿Estará, en ese fracaso, o en ese logro, el punctum de Barthes?