Guardar imagen como

Si los usos que damos a la fotografía están cambiando, ¿no deberían cambiar también la forma en leemos las imágenes? ¿Han cambiado también las normas de urbanidad fotográficas? ¿Podemos juzgar una imagen hecha para las redes sociales de la misma manera que si se hace para «la posteridad»? ¿Ha perdido la fotografía su uso como memoria? Daniel Mayrit nos proponen éstas y otras reflexiones partiendo de la exposición ‘Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos’ que se puede visitar en Madrid hasta mediados de junio.

La primera vez que escuché la palabra «Holocausto» fue tirando a tarde, durante mi primer año de universidad, con 17 años, en clase de historia del siglo XX. Recordaba haber estudiado de pasada el nazismo en el instituto, recordaba alguna conversación con mis padres y recordaba también algunas películas y documentales, pero no tenía el recuerdo de haber escuchado jamás la palabra «Holocausto». Con el tiempo, comprendí que el desconocimiento del término no era en realidad mi culpa, simplemente era producto y consecuencia de las deficiencias de un sistema educativo que permite que jóvenes, y no tan jóvenes, sepan más acerca de la ideología y de los crímenes del nazismo gracias a películas de Spielberg o a blogs de dudosa veracidad, que a la información proporcionada en el entorno académico.

Precisamente, estos meses se desarrolla una exposición en Madrid que pretende llenar temporalmente este vacío: ‘Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos’, en la que la imagen tiene un papel importante. Tanto la que se ve dentro de la muestra, como la que podemos encontrar en redes acerca de la propia exposición. La naturaleza de ambas es de muy diferente índole y apunta a las distintas maneras en que la fotografía opera con respecto a la memoria, cuando ésta es presentada en un contexto museístico clásico o cuando por el contrario habita dentro de la hiperconectividad de las redes sociales.

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La imagen-memoria

Hablando con Luis Ferreiro, director del proyecto expositivo, uno se da cuenta de que si hay una palabra continuamente presente en la muestra, esa es precisamente «Memoria», utilizada continuamente en la comunicación del proyecto, en los textos de sala e implícita también en el mismo subtítulo de la exposición. Ésta no es una exposición sobre Auschwitz, ni sobre la guerra, ni siquiera sobre las víctimas ni sobre los supervivientes. Es una exposición sobre la memoria. Tanto la de quienes vivieron en sus carnes la tragedia, presentes en cada uno de los rincones, como la de los espectadores que habitan, deambulan y se emocionan en esos mismos espacios compartidos.

Por ese motivo, la exposición está llena de objetos traídos desde el campo de concentración. Algunos presentados de manera que roza lo espectacular (en el sentido de espectacularización), diseñados para golpear el punto emocional del espectador, como el zapato de un niño con su calcetín todavía dentro o como el hilo musical, que bien podría estar sacado de alguna escena épica de ‘La Lista de Schindler’. Otros, con un tratamiento más cercano a lo científico-aséptico, con displays de clásicas vitrinas de museo.

Brazaletes de prisioneros funcionarios de Auschwitz. Colección del Museo Estatal de Auschwitz Birkenau. Foto por Pawel Sawicki © Auschwitz Birkenau State Museum-Musealia

Dentro de este segundo grupo, encontramos numerosos objetos haciendo las veces de documentos, testimonios y pruebas de una barbarie que es imposible conocer y estudiar a través de otros métodos. Junto con los testimonios de los supervivientes, siempre de alguna manera subjetivos, son lo único que nos queda. Como el propio Ferreiro indica «son pruebas de cargo de un genocidio». En este sentido, a estas pilas de objetos no las separa mucha distancia de las fotografías con las que conviven en la exposición.

La imagen cumple aquí su papel más tradicional, ajena a discursos postmodernistas y a enrocados debates sobre su valor ontológico. Rodeada de esta puesta en escena museística, sagrada y venerable, la fotografía recobra el papel que el mundo contemporáneo a veces le niega. No se trata sólo de memoria, sino que mirando a estas imágenes los últimos 40 años parecen no haber ocurrido. Desde las gigantescas fotografías que cubren de lado a lado algunos pasillos, hasta las copias originales de pequeño formato encontradas entre las pertenencias de los prisioneros, pasando por las fotos que tomaron los propios soldados alemanes y las cuatro únicas tomas que consiguió «arrebatar al infierno de Auschwitz», en palabras de Didi-Huberman, uno de los judíos allí retenidos. Todas y cada una de esas imágenes están recubiertas por la plomiza y pesada losa de la verdad. No se concibe contemplarlas de otra forma. Son pruebas, testigos de la historia. Son lo que son y no dejan lugar a dudas.

Fotos: Alex (apellido desconocido), prisionero en Auschwitz, analizadas en el libro ‘Imágenes pese a todo’ de Georges Didi-Huberman

Pienso entonces en una performance de Hito Steyerl en la que la artista describe con su voz y con minucioso detalle unas imágenes proyectadas en medio de la sala. Solo que el proyector, en realidad, muestra siempre un fondo en blanco. Al espectador, atrapado entre lo implacable del relato verbal y la negación de la pantalla en blanco no lo queda otra salida que visualizar en aquel espacio su propia interpretación de las palabras de Steyerl.

Aunque pueda parecer contradictorio, las imágenes de Auschwitz cumplen aquí la misma función. No son solamente verdad y memoria, son también una invitación directa y evidente a la imaginación de los espectadores. Son, en definitiva, imágenes que sugieren más imágenes, las nuestras, las que proyectamos en el rincón privado de nuestra imaginación, las que nos ayudan a visualizar y contemporaneizar lo que pudo ser la experiencia de Auschwitz. A revivir la memoria encerrada en ellas.

Al fin y al cabo lo que allí ocurrió, al igual que en cualquier otro proceso histórico, no lo podremos llegar a conocer, tan sólo lo podemos imaginar. O como decía de nuevo Didi-Huberman «para recordar hay que imaginar». Estas imágenes, la propia exposición en sí misma, son una llamada a la responsabilidad, compartida con el espectador, de mantener viva la memoria y la imaginación, por duras que ambas puedan resultar.

La imagen-experiencia

Y, sin embargo, no son estas las únicas fotografías que habitan la muestra. De hecho, no son ni mucho menos las más numerosas. Paseando por los pasillos de la exposición, es inevitable encontrar a visitantes haciendo fotos con sus móviles. A todo. Fotos al vagón de tren que se encuentra en el exterior, fotos a las citas entrecomilladas impresas en vinilo en la pared y fotos a los objetos encapsulados en vitrinas. Pero también fotos a un sujeto omnipresente en estos tiempos: a sí mismos. La política respecto al uso de la fotografía en el Centro de Exposiciones de Arte Canal contrasta con la del Museo de Auschwitz-Birkenau. En el museo polaco hay lugares en los que se pueden hacer fotos y lugares en los que no.

Aquí en Madrid, cualquier rincón puede ser fotografiado… siempre que se haga con respeto. Al preguntar a Ferreiro sobre esta decisión, hace hincapié en el tema del respeto, ligado sin duda al anterior de la memoria. En sus propias palabras, refiriéndose a selfies que los visitantes pueden llegar a tomarse dentro de la sala en actitud a veces jovial, «se pide a la gente que entienda que esto es un lugar de recuerdo, de memoria a las víctimas». Parece entenderse, y su opinión no es poco común, que selfie y memoria no ligan bien.

En un primer momento puede tener todo el sentido del mundo. Pero un selfie es un tipo de fotografía bien diferente a esas otras a las que nos referíamos con anterioridad. A pesar de retener parte de esa eterna interpretación de la fotografía como huella, no carga con la responsabilidad de ser testigo de la historia que sí se le confiere a una fotografía-documento. Un selfie no da testimonio de algo que ha sido, en pasado, sino que se utiliza principalmente como método de comunicación para decir que algo es, en presente.

Este «ser en el presente» arrastra sin duda una serie de prejuicios alimentados una y otra vez por medios de comunicación y estereotipos impuestos, generalmente, por gente que no se hace selfies. Me explico. Si tienes más de 30 años, el sentido común construido alrededor del selfie te hará pensar que éste es un acto narcisista, egocéntrico, de autopromoción… Llevado al contexto de Auschwitz y de su exposición, no sería difícil dar el salto desde ese supuesto «narcisismo» a considerarlo como una manifiesta falta de respeto a las víctimas y a su memoria. Nada más lejos de la realidad.

Selfie de Breanna Mitchell

El 20 de junio de 2014, una adolescente usuaria de Twitter apodada Princess Breanna publicó en su perfil un selfie tomado en el campo de concentración de Auschwitz, con el texto «Selfie in the Auschwitz Concentration Camp» junto a un emoji sonriente. La imagen se hizo más que viral y la joven estuvo expuesta durante días a todo tipo de comentarios, insultos y juicios de valor que, mayormente, criticaban su escaso tacto y su falta de educación y respeto al realizar un acto tan supuestamente banal en un lugar de respeto y memoria como Auschwitz. Hasta ahí, la reacción de la comunidad de internet sería ciertamente la esperada. Estirando del hilo de los prejuicios respecto al selfie seguro que también tuvo algo que ver el hecho de que la fotógrafa fuese mujer, joven, rubia y norteamericana. El cóctel perfecto para despachar su gesto como la enésima falta de respeto de la generación millennial.

Sin embargo, lo más interesante del fenómeno no fue la reacción del público, sino la explicación que dio la propia joven al ser entrevistada en un programa de televisión ante la viral polémica. A la pregunta de por qué lo hizo y si lo volvería hacer, la joven respondió con sorprendente seguridad y aplomo los motivos de su acción: fue su padre, ya fallecido, quien le enseñó de pequeña la historia de Auschwitz y del nazismo en Europa y, una vez que éste murió, ella decidió visitar el lugar a modo de homenaje, no sólo a las víctimas de Auschwitz, sino como tributo a las enseñanzas de su padre. En sus propias palabras «volvería hacer lo mismo de nuevo porque no lo hice de un modo ofensivo».

En este sentido, sus motivos y sus declaraciones entroncan con la opinión de Ferreiro, quien sí diferencia entre las personas que «cometen un error» (haciéndose selfies u otro tipo de manifestaciones de dudoso respeto) sin intención de resultar ofensivas, y aquéllas que adoptan determinado tipo de actitudes con una clara intención de herir. Éstas últimas, redil de trolls y haters, no merecen ninguna atención. Pero ante las primeras, de nuevo el sentido común imperante nos lleva a achacar su comportamiento a una falta de sensibilización o de educación, ya sea sobre un acontecimiento en concreto (en este caso el Holocausto) o sobre el propio acto fotográfico del selfie.

‘Yolocaust’ © Shahak Shapira

Varias son las estrategias en este sentido que intentan «corregir» esa falta de sensibilidad utilizando los propios lenguajes y canales del siglo XXI, como la viral visualización del artista Shahak Shapira contraponiendo selfies en el memorial de Berlín con imágenes de campos de concentración; o como la más reciente cuenta de Instagram @HowNotToRemember, que se dedica a repostear selfies sonrientes tomados en escenarios de la Segunda Guerra Mundial bajo una moralizante y paternalista premisa: «Photographs which should not be taken. Images disrespectful to the memory of people murdered during World War II by German Nazis. For reflection» (Fotografías que no deberían tomarse. Imagenes que faltan al respeto de la memoria de las personas asesinadas por el nazismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Para reflexionar).

Pero, ¿y si estamos partiendo de una premisa equivocada? ¿Y si la demonización que sufre la generación millennial -de la cual, por cierto, formamos parte todos los menores de 35 años- precede a los juicios de valor emitidos sobre ella? ¿Y si en el gesto en el que otros encuentran una falta de respeto -aún no intencionada- los millennials ven un sincero acto de homenaje?

Por enésima vez, el sentido común derivado de esa demonización nos hace pensar que semejante aseveración es imposible de asimilar. Que incluso por muy válidos que sean la explicación y los motivos anteriormente citados de la joven del «famoso» selfie de Auschwitz, el ejemplo no supone más que una excepción dentro una generación acorralada por la banalidad y la superficialidad. Para refutar este prejuicio basta darse una vuelta en Instagram por los hashtags relacionados con la actual exposición para observar que la inmensa mayoría de los selfies que encontramos -incluyendo los sonrientes- van acompañados de mensajes de máximo respeto y de sentidas líneas sobre el drama de Auschwitz y que no son tomados, ni mucho menos, exclusivamente por jóvenes que no saben lo que hacen, sino por personas de todas las edades.

¿Quiénes somos nosotros, pues, para decir qué es un error o una falta de respeto y qué no lo es? ¿No será más bien que el sentido común de toda una generación está también desplazándose con el sentido de los tiempos? No dudo que, para alguien de más edad o educado en unos códigos diferentes, estos actos puedan estar considerados fuera de la norma, pero para toda una nueva generación de personas eso que a algunos les choca es precisamente el nuevo estandard de lo normal, su nuevo sentido común.

Soy consciente de que, desde fuera, desde la distancia que da el juicio de valor a posteriori, se perciben aparentes contradicciones. Algunas más obvias (sonreir frente a una escena de tragedia) y otras menos (compartir en redes mensajes de recogimiento). Pero estas contradicciones no están generadas, ni mucho menos, por los usuarios finales. Se originan antes y en una esfera diferente. Desde un punto de vista ético mucho más escrupuloso se podría argumentar que también las pirámides egipcias o los templos mayas son (o fueron) lugares sagrados en los que hoy nadie duda de hacerse uno o cien selfies. O quizás la sola existencia de un museo dedicado al turismo en lo que un día fue un campo de concentración puede resultar una contradicción en sí misma. O que, como comentábamos antes, en algunas zonas la fotografía esté permitida y en otras no. O que este museo tenga cafetería e incluso tienda de regalos.

En un mundo en el que se han creado estos lugares y estas condiciones y en el que se ha dado a la gente la tecnología para retratarlos y fomentado activamente el hábito para hacerlo es injusto hacer caer exclusivamente sobre el espectador toda la apabullante responsabilidad de la representación.

De hacerlo así, de echar la culpa al usuario sin pararnos a pensar por un momento en el sistema, no demostraríamos más que un profundo desconocimiento del engranaje que opera detrás de los mecanismos de representación actuales. La mayoría de las veces producto ni más ni menos que de nuestra propia y sincera ingenuidad. Como anécdota ilustrativa, Luis Ferreiro comentaba su sorpresa al descubrir, una vez abierta al público la exposición, el gran número de visitantes que se hacen fotos frente a un panel con la estampa más reconocible de Auschwitz y que ha dado en hacer las veces de improvisado photocall al principio del recorrido. Viendo a la gente tomar estos selfies, Ferreiro describe la situación como «chocante», y añade que él personalmente no se los haría, y creo que yo tampoco. Pero, en su defensa hay que decir que desde la organización tampoco piden a la gente que no se los haga. Es más, en un nuevo acto de esos que podrían caer en la categoría de contradictorios, los propios responsables de la exposición no dudan en comentar las fotografías (incluyendo selfies) que encuentran etiquetadas en Instagram con el texto (siempre el mismo): «Gracias por visitar la exposición, conmemorar a las víctimas de Auschwitz y ayudarnos a difundir su testimonio y legado».

Here we are!! #exposicion #auschwitz #fundacioncanal #nohacemuchonomuylejos

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Vemos pues que no siempre las cosas son lo que parecen, y en este caso el selfie tampoco resulta ser tan fiero como lo pintan. Nos guste o no, vivimos en un tiempo en el que la imagen (y me refiero aquí a la imagen cotidiana, a la que nos rodea en nuestro día a día, no a la imagen en los discursos artísticos, conceptuales y teóricos), no necesariamente ha perdido las funciones que la caracterizaban hace décadas, pero ya no opera exclusivamente al servicio de la memoria o de la imaginación, como veíamos al principio.

Hoy en día esa memoria se actualiza e invita a un estar en el presente de manera activa, activada y compartida, además, con nuestra comunidad o nuestra red. Siempre recuerdo una anécdota que contaba mi abuela sobre el día del velatorio de su propia abuela, allá por los años 40, en el que decenas de vecinos, familiares, amigos y allegados se concentraron durante las 24 horas de duración del ritual en la minúscula salita de su casa, que a duras penas llegaba a los 10 metros cuadrados, y con el cuerpo de la difunta allí presente. En semejantes circunstancias, el recuerdo de mi abuela es más el de una comedia de Almodóvar que el de una misa vaticana, e incluso, siendo ella ya mayor, contaba la historia con indudable alegría y sentido del humor. Los seres humanos siempre hemos lidiado con el dolor y la tragedia de muy diversas formas, pero una de ellas, muy común, ha sido recurriendo al abrazo y al abrigo de la comunidad. Hoy ya no nos reunimos en torno al cuerpo del difunto para presentar nuestros respetos. Hoy el selfie se convierte en parte de ese ritual del dolor, de nuestro recuerdo a los que ya no están. Quienes lo hacen no lo utilizan de manera ofensiva, lo hacen como sentido homenaje, como expresión, ni más ni menos, de un sentimiento huérfano de la correspondencia de su comunidad.

Quizás la clave no haya que buscarla muy lejos. La descripción del perfil de Instagram de la propia exposición de Auschwitz lo desvela de la manera más paradójica pero certera, sencilla y directa posible: LIKE=REMEMBER.