¿Hay que resignarse a que la Historia del Arte, y por tanto las imágenes que tomamos como clásicas, apenas muestren la mirada de la mujer? ¿Es posible revisar los contenidos de los museos, de los libros de historia, de las enseñanzas en los colegios? ¿Es censura retirar un cuadro de un museo? Daniel Mayrit hace una reflexión sobre el caso de la retirada de ‘Hylas and the Nymphs’ del artista John William Waterhouse como resultdo de la acción de otra artista, mujer, Sonia Boyce.

Imagínense a una persona con el siguiente currículum: artista, de Londres, con más de 30 años de trayectoria, con obra en algunas de las colecciones de museos más importantes del Reino Unido como la Tate o el Victoria&Albert, miembro de la Royal Academy de Londres, con una condecoración de la Orden del Imperio Británico por su contribución a las artes y con una cátedra en la prestigiosa University of the Arts London y otra en la Middlesex University.

Después de haber hecho el ejercicio de imaginación, me atrevería a asegurar que la mayoría de personas que hayan leído estas líneas habrán imaginado a un hombre, pero el artista en cuestión es en realidad LA artista Sonia Boyce. Es más, incluso si alguien ha imaginado a una artista mujer –¡enhorabuena!–, creo que no me equivocaré al asumir que prácticamente ninguna de estas personas habrá imaginado a una mujer afrocaribeña.

El hueco en la pared de la Manchester Art Gallery, con comentarios en post-its del público de la acción.

No hace falta buscar estadísticas, el ejemplo está sacado de mi propia experiencia y mis prejuicios naturalizados. Yo también imaginé a un hombre caucásico cuando leí por primera vez la noticia -antes de llegar a leer su nombre- de la ya célebre intervención artística de Boyce en la Manchester Art Gallery, en la que descolgó durante una semana la pintura ‘Hylas and the Nymphs’ del artista prerrafaelita John William Waterhouse, un cuadro que hasta la fecha hubiera pasado desapercibido para muchos.

A partir de la acción se precipitó un agitado intercambio de artículos, comentarios y tuits en el que la mayoría de opiniones compartían una misma cosa: los cuerpos desnudos de las ninfas representadas en el cuadro y toscas acusaciones de puritanismo regadas con febril inquina hacia el movimiento feminista monopolizaron el debate y eclipsaron sus implicaciones más interesantes, las que afectan al sesgo de nuestra mirada occidental y nuestra particular historia del arte. Sin olvidar, por supuesto, el momento presente en el que se encuadra la acción, dentro de una ola de cuestionamiento generalizado a prejuicios, actitudes, comportamientos y referentes que hasta hace muy poco estaban (y aún están) plácidamente normalizados por el conjunto de la sociedad.

Para evitar un argumentario de brocha gorda en busca del click fácil sería conveniente pues, prestar atención tanto a los detalles como al marco general, al contexto en el que la acción se encuadra y al lugar que ocupa dentro del conjunto de actos simbólicos que se vienen realizando en la misma dirección durante los últimos años y desde múltiples disciplinas culturales y sociales.

La acción de Boyce y el cuadro de Waterhouse

En lugar de centrar la discusión sobre la obra/acción de la artista londinense, la inmensa mayoría de artículos publicados en España (pero también internacionalmente) ponen interesadamente el foco en el cuadro de Waterhouse. Esto responde, a mi juicio, a una doble necesidad: por un lado la de centrar la polémica en el caso concreto para evitar cualquier alusión a las extrapolaciones que se pudieran desprender de la acción de Boyce y por otro hacer que la conversación gire, por enésima vez, en torno a la pintura de él (Waterhouse) en vez de a la obra de ella (Boyce).

El currículum de Sonia Boyce, resumido al principio del texto, brilló por su ausencia en todas las conversaciones. Su trabajo como artista, que suele girar en torno a la negritud y al feminismo utilizando infinidad de medios, es sobradamente respetado en Reino Unido. Piensen en una figura como la de Alicia Framis, por compararla con una artista española de similar relevancia. Es obvio que este respeto a su trayectoria no es por sí mismo motivo suficiente para legitimar cualquier obra que la artista realice pero sí ayuda a entender, sobre todo a unos lectores completamente ajenos a su obra, que la acción en cuestión no es una ocurrencia de la artistilla de turno, sino una consecuencia de años de trabajo en una línea de obras colaborativas entre artista y público.

Sin ir más lejos, la propia Sonia Boyce ya realizó en 1995 una intervención sobre la colección de arte no occidental del Brighton Museum con un trabajo, ‘Peep’, en el que cubría vitrinas enteras de arte expoliado por el imperio británico cuestionando la mirada del espectador mediante lo que se le deja ver y lo que no.

Con estos credenciales, la Manchester Art Gallery, cuyo equipo curatorial está compuesto por siete mujeres, encargó a la artista realizar un takeover en una sala donde se expone parte de su colección de pintura victoriana con el fin de realizar una nueva pieza como antesala a la exposición retrospectiva de la obra de Sonia Boyce que se inaugura el 23 de Marzo. Boyce organizó una performance abierta a la interacción con el público que constaba de diferentes partes. En la última de esas partes es en la que se realizó el descuelgue de la obra de Waterhouse ‘Hylas and the Nymphs’.

La elección de la pieza de no es casual ni caprichosa. El mito original narra la historia de Hylas, amante (masculino) de Hércules, durante una de las aventuras de los Argonautas, en la que el joven va a por agua a un manantial donde unas ninfas le seducen y lo arrastran hasta su muerte. Tras el episodio, Hércules abandona a los Argonautas y deambula indefinidamente para buscar a su amado.

Ni que decir tiene que en el cuadro este componente homoerótico desaparece por completo y se centra exclusivamente en el momento en que Hylas es rodeado por siete jóvenes ninfas desnudas. Con un simple gesto Waterhouse convierte a las ninfas, que eran protagonistas activas en el mito, en objetos pasivos, casi decorativos, destinadas a la mirada masculina de los espectadores (también masculinos) de la época. Todos estos detalles, que apenas ocupan un par de párrafos, son importantes para comprender el contexto en el que la acción de Sonia Boyce se sitúa, pero la mayoría de los tertulianos convertidos a críticos de arte decidió omitirlos en sus artículos.

Semejante omisión responde a un objetivo claro de intentar abordar con simplicidad un hecho cuyas implicaciones no lo son. Esa simplicidad es terreno infinitamente más fértil para posiciones de blanco o negro sustentadas en la alimentación de prejuicios que ya existen en la mente de los lectores-espectadores, frente al más laborioso análisis en profundidad del contexto que requiere además de un interlocutor abierto a reconsiderar su propia posición al respecto. Con este caldo de cultivo es fácil que resuenen palabras como puritanismo o censura junto a acusaciones de querer reescribir la historia.

El contexto

Muchos de los artículos que coparon las secciones de cultura se olvidaron también de poner en contexto la acción de Boyce. Sin ir más lejos, en diciembre de 2017 saltaba otra polémica cuando una petición en internet con más de 9000 firmas en una semana pedía al Metropolitan Museum de Nueva York que retirase la obra Therese Dreaming (1938) del pintor franco-polaco Balthus. O al menos así lo vendieron los titulares de la prensa online, excluyendo de nuevo los matices de la petición, donde literalmente se decía que «no pedimos la retirada, censura o destrucción de la obra. Pedimos al Met considerar seriamente las implicaciones de colgar determinadas obras en sus paredes, y ser más concienzudos en cómo se contextualizan esas obras de cara al público».

También en esta ocasión resonaron los gritos de «censura». Sin embargo, a la vista de lo escrito en la petición, ¿quién en su sano juicio podría oponerse a una mejor contextualización de las obras expuestas? ¿Acaso no es esa una de las funciones de un museo? Es más, parece que el propio Met se había dado cuenta de esa necesidad sin que nadie se lo pidiese cuando en su retrospectiva de Balthus en 2013 sí colocó una placa en la que avisaba: «Algunas de las pinturas en esta exposición pueden resultar perturbadoras a algunos visitantes», a sabiendas, además, de las acusaciones de pedofilia que acompañaron al pintor durante su vida.

Therese Dreaming (1938) – Balthus

En ambos casos, y en muchos similares, la respuesta de aquellos que todavía ven al feminismo como un enemigo fue, por decirlo de alguna manera, encendida. Sin duda el objetivo de estas acciones, que como la propia Manchester Art Gallery indicaba en su nota de prensa es «generar conversaciones sobre cómo exhibir e interpretar obras de arte», se está cumpliendo incluso por encima de las expectativas de sus creadoras. Prueba de ello son precisamente las páginas y páginas que se han escrito y seguirán escribiendo sobre el tema. Sin embargo, un buen número de estas páginas se han dedicado a cuestionar sistemáticamente la validez de acciones como estas con una vehemencia que no encontramos en otros ejemplos en esta misma línea realizados desde fuera del feminismo. Parecería a primera vista que éste enciende unas pasiones (o unas iras) que no generan otros ámbitos de la lucha por la igualdad.

El 20 de agosto de 2017 el consistorio de la pequeña ciudad de Charlottesville, en Virginia (EEUU) votó por unanimidad cubrir con una lona negra las estatuas de Robert E. Lee y Stonewall Jackson, dos generales del ejército confederado del sur de Estados Unidos que lucharon por defender la esclavitud en la guerra civil americana. El gesto se sumaba así a una ola de retirada de monumentos y estatuas dedicadas a diferentes figuras esclavistas repartidas por multitud de estados norteamericanos, a raíz de la violencia racial que sacude el país en los últimos años. Todas estas retiradas, al igual que las acciones sobre las pinturas de Waterhouse o Balthus, han estado envueltas en polémica desde el principio, pero las de las estatuas de Charlottesville son un caso especial. Allí es donde tuvo lugar una de las mayores acciones de protesta ante el gesto del ayuntamiento, la manifestación Unite the Right que congregó a miles de seguidores de la ultraderecha supremacista americana, liderados con banderas neo-nazis por el Ku Klux Klan. Las grotescas imágenes de violencia racista propias del fascismo dieron la vuelta al mundo y salvo los fanáticos feligreses de Trump y de la alt-right, cualquier persona con dos dedos de frente condenó las marchas y dio su apoyo a la retirada de las estatuas en cuestión.

© Joshua Dubois

Precisamente estos días se celebra en Barcelona la retirada de la estatua de otro esclavista, en este caso español (que también los hubo): la de Antonio López, marqués de Comillas –no confundir con el pintor–. También en esta ocasión, en absoluto comparable a la cuestión norteamericana por su diferencia en magnitud, sólo ha obtenido críticas de los adalides del rancio conservadurismo patrio, con tan poco eco y recorrido que sus quejas ni siquiera han saltado a los medios de comunicación nacionales.

Parece por lo tanto evidente, salvo que nuestras convicciones morales se alineen decididamente con la xenofobia y el racismo, que la gente corriente comparte un amplio consenso a la hora de retirar símbolos u obras de arte que dañan o menoscaban la lucha por la igualdad racial. Y sin embargo, cuando hablamos de la lucha por la igualdad de la mujer rápidamente se alzan voces desde ambos lados del espectro ideológico que claman que la retirada de obras es un intento radical de reescribir la historia del arte, cuando no directamente un acto de censura.

La censura

Varios son los peligros que conlleva apelar a la censura con gatillo fácil, más aún en el particular contexto actual en el que leyes como la de Seguridad Ciudadana (Ley Mordaza) o la reforma del Código Penal han propiciado escandalosas y desproporcionadas sentencias judiciales. Algunos apuntes hay que hacer sobre esto. Para empezar, la censura es un procedimiento que, por definición, se implementa desde arriba hacia abajo. Lo ejerce alguien que tiene poder sobre el trabajo de alguien que no lo tiene. Había censura cuando en la dictadura el comité censor cortaba las películas que no consideraba aptas. Hay censura cuando un organismo público como IFEMA, a través de su presidente ejecutivo Clemente González –cargo sin ninguna relación con el mundo del arte– pide a una galerista que se retire una obra de ARCO.

Los casos vistos más arriba, sin embargo, funcionan en el sentido contrario: fluyen desde abajo hacia arriba. Son manifestaciones populares canalizadas a través de asociaciones vecinales (en el caso de las estatuas) o de páginas de internet (en el caso de Balthus) que demandan a la institución que ostenta el poder (el ayuntamiento, el museo) la retirada o reconsideración de una determinada pieza. Es pues labor de la institución atender y valorar semejantes peticiones y actuar en consecuencia. En el caso de Boyce resulta aún más claro que no existe tal censura dado que es la propia institución, la Manchester Art Gallery, quien pide a la artista una intervención en sus salas con total libertad de acción. En ese ámbito de libertad, cualquier acusación de censura es simplemente incongruente.

Pero como decíamos antes, clamar censura a los cuatro vientos sí responde a un interés concreto: enfangar el debate de fondo que semejantes acciones plantean. Este debate, que tampoco es nuevo ni exclusivo del feminismo, podríamos decir que tiene el objetivo de problematizar y cuestionar el papel de la institución museística en la construcción de nuestra identidad cultural.

Reescribir la Historia

La retirada temporal del cuadro de Waterhouse no tiene tanto que ver con su contenido. La elección no es casual, como veíamos más arriba, pero tampoco es el tema central de la performance de Boyce. La artista no trata de cuestionar el valor de tal o cual cuadro ni de estipular por decreto cuáles son aptos para su exhibición en público y cuáles no, sino que intenta hacernos reflexionar sobre por qué ese cuadro (y en realidad cualquier otro) está ahí. Las obras presentadas en los museos, al igual que cualquier otro fruto de la creación cultural, actúan como un espejo en el que nuestra sociedad se refleja. Y es por lo tanto su decisión y su responsabilidad arrojar un reflejo coherente con los valores que defienden. En palabras de Gilane Tawadros, vicedecana de la Stuart Hall Foundation, la acción del museo «importa porque las instituciones artísticas (entre otras) moldean actitudes. Nuestro sentido de quiénes somos, cómo nos percibimos a nosotros mismos y cómo nos relacionamos con otros es determinado por la cultura en el amplio sentido de la palabra. Las obras de arte y objetos de nuestros museos y galerías nos hacen reflexionar sobre historias y versiones de los hechos, y deberían estar abiertas a su cuestionamiento».

La obra de Boyce apunta por lo tanto al corazón mismo de la institución museística y genera tanto revuelo a su alrededor precisamente porque con un sencillísimo gesto cuestiona gran parte de los mecanismos y valores artísticos que la mayoría de nosotros damos por asentados. O por decirlo de una manera más de moda, saca tanto al museo como al visitante de su comfort zone, y por eso genera animadversión. Pero una vez pasada esa indignación prejuiciosa e irracional podemos entender que Boyce plantea una inteligente enmienda a la totalidad. A la totalidad de cómo se ha construido la historia del arte muchísimo más allá de los pechos desnudos del óleo de Waterhouse. Cuestiona los cimientos en los que se sostiene esa historia que desde el colegio nos contaban como LA HISTORIA. La única posible, imperturbable y sin capacidad de reescritura. Pero nosotros, habitantes de la era de la postverdad, sabemos más que nunca que eso no es ni más ni menos que una falacia. Las colecciones de los museos han cambiado y cambian constantemente. Ante la imposibilidad de tener las miles de obras de una colección al mismo tiempo en exposición, los lienzos entran y salen del almacén con relativa frecuencia. El equipo comisarial está ahí para tomar este tipo de decisiones. Ése es precisamente su trabajo. Sin embargo parece que esto sólo causa revuelo mediático cuando una artista mujer propone la retirada temporal de una obra en la que aparecen, entre otros elementos, mujeres desnudas.

La historia del arte, al igual que cualquier otra historia, no es un proceso estanco. O al menos no debería serlo. Las acusaciones de querer reescribir esa historia pasan por alto el hecho de que en realidad la historia se reescribe constantemente. El propio concepto de arte ha cambiado enormemente a lo largo del tiempo, y cambia aún dentro de la misma época dependiendo del contexto cultural y geográfico en el que nos manejemos. El gusto artístico varía además con el propio devenir de la historia. Artistas altamente valorados en vida han quedado olvidados para siempre apenas unos años después de su muerte, al igual que creadores que pasaron desapercibidos en su época han sido luego «redescubiertos» y encumbrados como maestros incomprendidos.

Hoy en día probablemente nadie entre el gran público recuerde el trabajo de Bouguereau, el pintor de mayor éxito comercial en la Francia de finales del XIX, a años luz de sus coetáneos impresionistas. De manera contraria, el trabajo de El Greco fue considerado mediocre en su tiempo, el siglo XVI, y fue relativamente olvidado por la historia hasta finales del siglo XIX, 300 años después de su muerte, cuando varios historiadores del arte lo recuperaron como referente clave para las vanguardias haciendo que su fama creciese internacionalmente de manera exponencial.

Este hecho no es ni mucho menos exclusivo de la pintura clásica. El actualmente hipervisibilizado trabajo fotográfico de Vivian Maier la convierte ahora para muchos en una figura clave del siglo XX, mientras que de sobra es sabido que ni siquiera gozó en vida del reconocimiento de artista. Piensen también en cuántos de los grupos musicales que copaban las listas de éxitos en los años 70, 80 o 90 se siguen escuchando hoy en día, o se seguirá haciendo dentro de 50 años. La escritura de la historia, a pesar de la opinión de tertulianos y trolls, es un proceso dinámico.

Autoretrato (1954) – Vivian Maier

Por este motivo, una «Historia del Arte» escrita en la actualidad será muy diferente a una escrita en 1800, al igual que una «Historia del Arte» escrita hoy mismo en China sería muy diferente a una escrita en España o en Etiopía. Siguiendo esa misma línea no es muy difícil entender que una «Historia del Arte» escrita por un hombre también pueda resultar muy diferente a una escrita por una mujer, incluso compartiendo ambos, época y lugar.

Quienes abogan por respetar la historia y condenan este tipo de acciones simbólicas olvidan que ninguna de esas historias tienen derecho a llamarse LA Historia del Arte, sino que son simplemente UNA Historia del Arte, una versión entre las muchas posibles. Una elección de acontecimientos, símbolos y efemérides que responden a un criterio determinado dentro de una época y un lugar concretos, elegidos en última instancia por una persona determinada, generalmente un hombre. Y éste es precisamente el fin último de la acción de Boyce, poner el dedo en la llaga respecto a quiénes han decidido los criterios por los que se dicta que una obra es digna o no de colgar de las paredes de un museo y de cómo se ha construido nuestra mirada a lo largo de la historia del arte, que no sólo es occidental y eurocentrista, sino abrumadoramente masculina.

Es por ello que cualquier debate sobre la acción de Boyce, y cualquier otra que apunte en esta línea, no debería versar sobre censura, sino sobre cómo problematizar y reinterpretar la historia de la representación. Esa historia que otros hombres han seleccionado e interpretado para el resto de los mortales. Es bien sabido que ‘The Story of Art’, la recopilación histórica más influyente de todos los tiempos y de obligada lectura en academias de arte de todo el mundo durante décadas, escrita por Ernst Gombrich en 1950, además de presentar una visión exclusivamente eurocentrista (si no directamente neo-colonialista) no incluía a ninguna mujer en su primera edición. Cero. Niente. Famosa es su defensa ante las críticas alegando que en toda la historia anterior al siglo XX no había existido ninguna mujer artista lo suficientemente importante para merecer un lugar en ella.

No entraremos en analizar las causas que le podían llevar a realizar semejante afirmación, principalmente económicas y educativas (pensemos que la reputada École des Beaux-Arts de París no aceptó a mujeres hasta ¡1987!), ni tampoco nos dedicaremos a ofrecer listas de nombres que llenen ese vacío (esto ya lo ha hecho de manera magistral la artista española María Gimeno en su performance-libro ‘Queridas Viejas’), basta con señalar que el ejemplo ilustra perfectamente el importantísimo sesgo cultural y de género que han sufrido las historias del arte y, por consecuencia, la construcción de nuestra mirada occidental.

Desde Artemisia Gentileschi hasta Sonia Boyce, pasando por las Guerrilla Girls se extiende un fino hilo que debería hacer replantearnos el por qué de nuestra forma de ver el arte. No se trata de quitar autores -como hemos visto, eso ya lo hacen los propios historiadores- puesto que la acción de Boyce dejaba bien claro que su performance era una retirada temporal, sino de fomentar un debate que conduzca a la incorporación definitiva de la mujer y de otros grupos generalmente menospreciados a la historia del arte. Tanto a la pasada como a la futura. Mientras tanto, mientras sólo 4 de los más de mil artistas representados en la colección del Prado sean mujeres, mientras que en sus 200 años de historia sólo se haya dedicado una única exposición a una mujer artista (y en 2016…), mientras siga sin tener por primera vez una directora mujer, o mientras las mujeres tengan que estar desnudas para ganarse su derecho a entrar en un museo, acciones como la de Boyce seguirán siendo más que pertinentes. Mientras tanto, reescribir la historia del arte desde una óptica feminista y descolonizada no solamente será necesario o deseable, sino que seguirá siendo ante todo una obligación.