El valor de las imágenes se mide en ocasiones en función del soporte, pero la división entre fotografías impresas y aquellas que no lo son no es tan sencilla como pudiera parecer. Cómo influye en diferentes aspectos, como son su uso, su almacenaje o la capacidad de emocionar, el formato en la que se reproduce una fotografía entra en juego en este nuevo artículo de Daniel Mayrit.
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Ese era precisamente el punto de partida de la recientemente clausurada tercera edición de DONE, el programa de reflexión y creación visual que viene desarrollando desde 2016 la Fundación Foto Colectania. Bajo la tutela de Jon Uriarte, hace unos meses lanzaron la acción participativa CTRL+P, invitando a todos los colaboradores que hemos pasado por el proyecto en ediciones anteriores (y también al público en general) a responder a la pregunta “¿qué imagen merece ser impresa?”.
Una vez cerrada la edición, después de dos conferencias, el desarrollo de una app, la celebración de una “printing party” y una vez colgadas y recopiladas todas las opiniones al respecto, me gustaría a extenderme algo más de lo que pude hacerlo en su momento en su muro de Facebook.
Escribir sobre la necesidad, o falta de ella, de imprimir fotografías es una tarea que resulta complicada por diversos motivos. En primer lugar, existe abundante y reciente bibliografía dedicada a las problemáticas relacionadas con la impresión en el mundo editorial, con exhaustivos repasos a antiguas y nuevas tecnologías que han favorecido y precipitado la llegada del digital publishing, pero casi todos esos estudios se centran sobre todo en las implicaciones que éstas han tenido sobre los libros de texto simple. Si hablamos de imagen, las fuentes y las referencias se reducen considerablemente, sobre todo las disponibles en castellano, lo cual, además de resaltar la pertinencia del planteamiento de partida de DONE, parece indicar que el mundo de la fotografía –y en particular la fotografía mainstream– está eludiendo un debate que tarde o temprano tiene que darse.

Portada del Time
Por otro lado, es importante constatar antes de empezar que nos encontramos sumidos en un proceso de cambio constante. Cada tres semanas una nueva tecnología “revolucionaria” pone el panorama visual patas arriba, haciendo que cualquier escenario imaginable ahora mismo haya quedado obsoleto en cuestión de meses. Por el camino quedaron las esperpénticas “Google Glasses” o el hype del Pokemon Go! y poco queda para que veamos portadas como esta de Time como nostálgicas reliquias de un pasado retro-cyberpunk postmillennial.
Por eso, en vez de intentar adivinar por enésima vez qué nos deparará el futuro, por inmediato que parezca, intentaré centrarme en qué está ocurriendo en el presente, en una realidad que ya está sucediendo. A la hora de abordar la distancia que separa a la imagen online de la impresa, la mayoría de reflexiones coinciden en hacer girar el debate en torno a dos ejes. Por un lado se suele utilizar como punto de partida la aparente dicotomía (que más adelante intentaré refutar) entre la materialidad física de la imagen impresa y la desmaterialización intangible de la imagen online, para acabar argumentando que como consecuencia de esa separación ambas se utilizan para cosas diferentes. Es decir, que no utilizamos igual un fotolibro que un meme –como si ambos vivieran en esferas diferentes de universos paralelos. A continuación intentaré abrir el espectro analizando una serie más amplia (que no cerrada) de factores que deberíamos considerar a la hora de responder a la pregunta que da título al artículo.
La conservación
La primera consecuencia de hacer girar nuestra reflexión principalmente alrededor del eje material-inmaterial suele dar lugar a conclusiones basadas en prejuicios y territorios comunes. La doctrina popular nos tiende a hacer pensar que una fotografía impresa la podemos tocar con nuestras manos, mientras que una fotografía digital no. Esto lo “sabes” tú y lo “sabe” tu madre. Para llegar a esa conclusión, los actores implicados en el mundo de la imagen digital (Adobe, Apple, Amazon, Canon…) se han encargado de bombardearnos durante años con metáforas buenrollistas destinadas a lavar la cara del capitalismo de las imágenes.
Lo explicaba muy gráficamente Marta Peirano hace unos días en un simposio en el Reina Sofía: esa “nube” a la que van a parar nuestros archivos subidos a la web, convenientemente acuñada así por gurús y visionarios de Silicon Valley, más bien debería ser descrita como un Centro de Internamiento de Datos, donde nuestros selfies reciben continuas palizas y son comprados y vendidos al mejor postor al margen de cualquier ley. Nuestras imágenes, hacinadas y maltratadas en sus centros de internamiento en pleno desierto de Nevada, han dejado de ser solamente ceros y unos. Tienen peso, ocupan un espacio y habitan en última estancia en un soporte también material. Y como todo material, es susceptible de perecer.
Si alguien piensa que lo digital es para siempre, se equivoca. Prueben a encontrar una copia impresa de cualquier tratado de Aristóteles y a continuación intenten navegar la web de terra.es tal como lucía en 1999 y vean cuál resulta más sencilla. En este sentido la preservación de las imágenes tanto digitales como impresas cobra una importante relevancia. Si echamos un vistazo rápido a los escasos 20 o 30 años que llevamos inmersos en la llamada cultura digital, ¿cuántos tipos de soportes, estándares de codificación y formatos de archivo diferentes hemos visto desfilar delante de nuestras pantallas? ¿Cuántas grabaciones caseras de bodas y cumpleaños en formato VHS habrá depositadas en el vertedero de la historia? ¿Cuántos disquetes de 3 ½? ¿Cuántas imágenes almacenadas en –no tan lejanas– tarjetas de memoria XD? ¿Cuántos CD-ROM podremos recuperar cuando ningún ordenador tenga lector de discos, si es que no se han degradado antes? ¿Recuerdan los formatos TARGA y Lotus 123? ¿Cuántas páginas web que teníamos salvadas en favoritos para nunca perderlas ya no existen a día de hoy? ¿A cuántos archivos creados en Flash seremos capaces de acceder dentro de 10 años cuando el formato haya quedado obsoleto? ¿Y dentro de 100?
Cuando nos manejamos en un mundo en el que lo que prima no es el bien del futuro de la humanidad sino la batalla económica por las patentes empresariales, estamos a merced de esas mismas empresas. Si a día de hoy hubiera algo que pudiera resultar comparable a la quema de la legendaria biblioteca de Alejandría sería sin ninguna duda la quiebra de la omnipresente Adobe. Y quién se atrevería a poner la mano en el fuego después de ver caer a Kodak…

© Christian Zibreg / Centro de almacenamiento de datos en Nevada
Obviamente el problema de la conservación no se resuelve montando en la máquina del tiempo para volver a un pasado analógico, pero todos estos problemas de compatibilidades, actualizaciones y formatos quedan paliados si al menos se conservan copias impresas debidamente cuidadas. Aún haciendo caso a la vieja máxima que nos dice que cuantas más copias más garantías para la preservación del material, en cuyo caso el digital ganaría por goleada a la impresión, estaría bien añadir un matiz. En palabras de Alessandro Ludovico, “la impresión es para conservar la cultura, lo digital para difundirla”.
La economía
Esta labor de preservar la cultura visual está históricamente unida al papel del arte y, más concretamente, de los museos. Tradicionalmente la lógica mediante la que éstos operan es la de generar colecciones y exposiciones en las que se muestra y se conserva aquello que tiene valor de ser mostrado y conservado. En este modelo, el valor cultural de una determinada imagen viene ligado a su valor económico, y éste a su vez deriva de la condición matérica de la imagen en cuestión. Es decir, cuando la imagen se convierte en objeto se puede vender.
En el mundo analógico esto sucedía mediante dos procesos de sobra conocidos. Por un lado la imagen en el mundo del arte operaba (y todavía opera) mediante la lógica de la escasez: el hecho de que una pintura fuese una pieza única le otorgaba un determinado valor (más allá de sus cualidades técnicas o de quién la firmase). De sobra es sabido que las imágenes técnicamente reproducibles como la fotografía y más tarde el vídeo replicaron esa misma estrategia mediante la edición limitada de sus reproducciones. Por otro lado, las imágenes dirigidas a las masas operan mediante la lógica contraria, la de la abundancia. Las imágenes en el cine, la televisión, la prensa o la publicidad adquieren valor mediante el proceso inverso: valen más cuando llegan a más gente.
Sin embargo la llegada de las imágenes digitales, y con ellas este periodo de cambio del que hablábamos más arriba, han dado al traste con estos sistemas relativamente sencillos que tan bien habían funcionado durante más de un siglo. En el mundo 2.0 estos escenarios de creación de valor mediante la imagen han estallado en mil pedazos y, a pesar de que los viejos modelos de escasez y abundancia persistirán durante bastante tiempo, el nuevo escenario ha dado lugar a numerosas paradojas.
Por un lado el desarrollo hiperacelerado del capitalismo tardío del último tercio del siglo XX se ha infiltrado también en el mundo de la imagen haciendo que donde antes se vendían y se compraban imágenes-objeto ahora se pueda comerciar con cualquier cosa. Cualquier persona ajena al mundo del arte sigue sorprendiéndose cuando, a día de hoy, performances, arte de acción, happenings y otras piezas de arte efímero son adquiridas por colecciones tanto institucionales como privadas.
De la misma manera hace dos décadas tampoco se acertaba a atisbar cómo poder comerciar con obras de net.art, arte web o imagen digital, los cuales a priori no eran susceptibles de ser tratados con la misma lógica de la escasez que otros formatos artísticos tradicionales, dado su carácter líquido y su facilidad de copia.
Sin embargo, aceptando el postulado del epígrafe anterior incluso estas obras siguen reteniendo un componente matérico y objetual que las hace más que aptas para su compra y venta. Hace la friolera de 7 años Lauren Cornell (exdirectora de Rhizome –ahora en el New Museum–) ya explicaba a Hrag Vartanian (editor de Hyperallergic) cómo vender un GIF-art en una feria de arte haciendo hincapié en el hecho de ofrecerlo encapsulado en un pen drive por la necesidad de ofrecer al coleccionista un objeto tradicional en contra de puro código informático, a pesar de que en España la sola noción de comprar un GIF siga causando estupor.
El espacio
Este sistema de valor basado en la escasez finalmente deriva en una de las funciones más ingratas pero más extendidas de la obra-objeto en el mundo de arte y la tradicionalmente llamada “alta cultura”: su misión decorativa. Ya sea las estancias palaciegas de un rey decimonónico, las paredes del loft en Adu Dhabi de un oligarca saudí o la magnífica entrada de un banco de inversión en Zurich, el arte tiene la cualidad innegable de ocupar un espacio.
Dentro de esta dimensión artística la imagen digital no se diferenciaría demasiado de sus compañeras analógicas toda vez que han sido desarrollados dispositivos electrónicos (generalmente pantallas, pero también hologramas, realidad aumentada, etc.) que muestran la imagen haciendo las veces de lienzo o de marco. Pese a que la naturaleza de ambas pueda ser distinta, la función que de facto acaba cumpliendo un GIF en una pantalla colgada de la pared poco difiere del de una pintura o una impresión fotográfica enmarcada.
Sin entrar, por falta de espacio, en las implicaciones de la imagen post-internet y en toda una corriente en la que el gesto artístico reside precisamente en la materialización impresa de material sacado de Internet (vean a Artie Vierkant, Katja Novitskova, Cory Arcangel o incluso la más fotográfica Penelope Umbrico) sí merece la pena detenernos a mirar cómo operan las imágenes en una esfera bien distinta a la de los espacios reservados para el arte. Me refiero en este caso a los espacios públicos. La calle. Dentro de este ámbito podríamos decir que la imagen todavía vive en su particular edad analógica, más allá de contados dispositivos publicitarios electrónicos que empiezan a aflorar en el centro de algunas capitales. No sería nada descabellado pensar en que llegará un día en el que pantallas e imágenes holográficas de todos los colores y tamaños campen a nuestro alrededor como si de una escena de Minority Report se tratase, pero lo cierto es que hoy no es ese día. Ni en Nueva York ni en Villar de Chinchilla, provincia de Albacete.

‘Candidates’ © Pascal Fellonneau
En nuestro entorno más cotidiano la imagen no sólo es un objeto físico desde un punto teórico, lo es sobre todo desde su aplicación más práctica. Permite ser vista por personas que no podrían acceder a ellas en las redes, ya sea por la normalmente olvidada brecha digital o por quedar sepultadas bajo la dictadura de los algoritmos.
Precisamente hablando con Uriarte hace unos días sobre el desarrollo online de DONE, me comentaba cómo el algoritmo de Facebook había “ocultado deliberadamente” algunas publicaciones mientras que había “ayudado” a otras. He ahí quizás un buen motivo para abandonar momentáneamente el digital: menos Facebook y más pósters. La imagen en un entorno físico tiene todavía hoy un protagonismo que la convierte en actriz principal de ese campo de batalla que es la calle. En un mundo cada vez más dado a lo virtual, la impresión tiene el poder de convertirse en un gesto político (en realidad siempre lo fue) abierto a que la gente no solamente lo consuma, sino que lo reinterprete, lo apropie o lo trollee. La imagen impresa guarda también potencial memético. Desde la delirante manifestación independentista a las puertas del Parlament con caretas de Puigdemont hasta la solemne fotografía documental, donde el francés Pascal Fellonneau exploró este aspecto de manera elocuente en su trabajo ‘Candidates’.

© Lourdes Casademont / ACN
La rebelión contra el algoritmo de Instagram que censura la desnudez ha sido también plasmada en forma de libro impreso por Arvida Byström y Molly Soda en “Pics or It Didn’t Happen”. Pero sin duda mi ejemplo favorito y que mejor ilustra esta situación son los recortes de revistas del corazón de la abuela de una amiga mía en los que la mujer comenta y trollea sin dejar títere con cabeza de entre los sórdidos personajes que pueblan las páginas. Ese sencillísimo golpe de bolígrafo se convierte así en un entrañable (¡y dadaísta!) gesto de rebeldía y resistencia personal ante la todopoderosa imagen unidireccional de los medios tradicionales. Un hackeo de la impresión en toda regla de la mano de una pensionista de 90 años. El retorno de la imagen pobre al espacio físico.

Revistas “comentadas” – © La abuela de mi amiga
La emoción
Este último ejemplo pone también de relieve una dimensión emocional a la hora de relacionarnos con el material impreso que no siempre ocurre cuando tratamos con imágenes digitales. Como decía hace unos meses en respuesta a DONE, los seres humanos tendemos a desarrollar apego –o rechazo– por ciertos objetos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Esto no ocurre exclusivamente con fotografías, sino con objetos que en mayor o menor medida tienen eso que llamamos valor sentimental. Un anillo de nuestra abuela, el primer cassette que nos grabó de la radio nuestro primer amor del instituto o nuestro muñeco favorito de la infancia.

Sinéad O’Connor rompiendo en directo la fotografía del Papa en el SNL.
Cuando este valor se lo aplicamos a imágenes lo podríamos definir como valor de culto o de rito, que diría Benjamin (y del que hablaremos en profundidad en otro momento). Es lo que hace especial a esa foto que guardamos de nuestra pareja en la cartera para llevarla siempre con nosotros y lo que la diferencia del resto de imágenes que desfilan cada día delante de nuestros ojos y, sobre todo, por nuestras pantallas. Ese apego por la imagen-objeto queda evidenciado de manera excepcional en el vídeo del proyecto Soy Cámara en el que más de 700 estudiantes rompen la fotografía de una persona cercana delante de ella quebrando así, como ellos indican siguiendo a Platón, la “relación entre el sujeto y su imagen”. La reacción de los afectados es reveladora y desde luego uno podría pensar que no hubiera sido ni de cerca comparable si en lugar de romper la foto impresa se hubiera trasladado a la papelera de reciclaje el archivo de la fotografía digital de la persona en cuestión. La imagen impresa funciona en esta ocasión como un muñeco de voodoo, como un tótem sagrado al que hemos otorgado cualidades simbólicas, casi mágicas. Recuerden el impacto que tuvo Sinéad O’Connor rompiendo en directo la fotografía del Papa.
Georges Didi-Huberman en sus correspondencias con Marta Gili, organizadas también por Foto Colectania, argumenta que quizás esta relación especial que desarrollamos con las imágenes impresas se deba a que “lo sensible requiere su tiempo”, el tiempo de poder mirar una y otra vez a la imagen sin vernos presionados por la siguiente que aparecerá en el eterno scroll de nuestra pantalla. Lejos de caer en la nostalgia por el mundo analógico de “verdaderas” imágenes sensibles, Huberman continúa preguntándose “¿cómo conseguir, con las actuales posibilidades técnicas de las imágenes, unos valores de uso que nos permitan tomarnos nuestro tiempo?”.
El uso generacional
En muchas de mis clases en torno a la cuestión digital empiezo contando una anécdota basada en hechos reales. Hace un par de años, en una reunión navideña, mi madre sacó del fondo del armario el álbum de fotos familiar. Al dejar a la vista las fotos-de-toda-la-vida tamaño 10×15, mi primo pequeño, que por entonces tenía 3 o 4 años y veía el álbum por primera vez, dirigió dos dedos hacia una de las fotos para “pincharla” y hacer zoom, pero cuál fue su sorpresa al comprobar que la foto “estaba rota” y que tampoco conseguía ver la siguiente por mucho que deslizase su dedo a izquierda y derecha. A falta de registro gráfico de aquel momento, este vídeo ilustra igual de bien la reacción del pequeño (acompañado además del revelador título “Una revista es un iPad que no funciona”).
Soy de la opinión de que cada generación se relaciona con las imágenes de una manera diferente, debido en parte a la tecnología que utilizamos para acceder a ellas. Cuando decimos, en la línea de Huberman, que el flujo de imágenes en el mundo se ha acelerado de tal forma que resulta casi imposible procesarlas, nuestras palabras no son tan diferentes de las que decían nuestros padres hace 20 años cuando apareció Internet. Ni las suyas difieren tanto de las de nuestros abuelos cuando la televisión irrumpió en los hogares de todo el mundo. Y así indefinidamente.
Es cierto que son muchos los autores que alertan de los perjuicios de esa aceleración extrema inherente al digital. Silvio Lorusso, Alessandro Ludovico o Roberto Casati coinciden en posicionamientos de corte antropológico como que la memoria humana no funciona igual de bien cuando accedemos al conocimiento a través de una pantalla ya que la información aparece desprovista de un soporte fijo y de un contexto particular que anclen dicho conocimiento y nos faciliten poder volver a acceder a él. O subrayan también el llamado “colonialismo digital”, el hecho de que en entornos digitales vivamos en una constante multitarea que nos impida focalizar la atención sin mirar nuestro teléfono cada 5 minutos, abriendo enlaces de hipertextos que nos lleven a una deriva digital infinita o teniendo 100 pestañas activas en nuestro navegador eternamente postergadas para otro momento.
Me pregunto sin embargo –y sin saber la respuesta– si la generación de mi primo pequeño, o quizás las siguientes, no tendrán en el futuro los mecanismos apropiados para desenvolverse en ese entorno igual de bien que nosotros nos movemos en el nuestro. Al fin y al cabo, quien nunca haya accedido a imágenes impresas tampoco podrá distinguir si su experiencia con la imagen digital es superior o inferior aquélla. Piensen en el mismo Tom Cruise de ‘Minority Report’. La acción transcurre en 2054 y fue rodada cuando él tenía 40 años, lo cual quiere decir que en el momento de escribir estas líneas su personaje tiene precisamente… ¡la edad de mi primo de cuatro años!

Tom Cruise caminando por Washington DC en el año 2054.
Me gusta pensar que la manera en que las generaciones que nos precedieron se han relacionado con la imagen no es ni será tan diferente a la forma en la que las generaciones venideras lo harán con las imágenes de su tiempo. Cuando muchos hablan (hablamos) de la imagen pobre como elemento distintivo de la imagen en la era de internet, olvidan (olvidamos) que sus mismas funciones y características ya las cumpliron antes flyers, fotocopias o precarios graffitis de tiza en la pared. De manera inversa, tampoco todos los jpgs que circulan por la red tendrían cabida bajo ese paraguas. Los preparadísimos selfies y fotos de desayunos en playas paradisíacas que cuelgan a diario influencers de medio mundo en sus cuentas de Instagram hacen las veces de “imágenes ricas” de campañas de marketing de toda la vida, distribuidas de manera centralizada y vertical, solo que a través de un medio y un soporte diferentes. Tampoco el “meme”, esa unidad fotográfica que hace las delicias de hermanas y cuñados en los grupos familiares de Whatsapp, es un invento surgido de Internet por mucho que la red haya influido, modificado y expandido su utilización.

“Kilroy was here”, referido por algunos autores como “el primer meme” visual
Toda esta separación a la que generalmente recurrimos para despachar las diferencias en el uso de las imágenes impresas y digitales es posible que derive del fenómeno que Nathan Jurgenson ha dado en llamar “dualismo digital”: esa noción de que existe un mundo “virtual” de imágenes y datos separado de ese otro mundo físico y tangible al que llamamos “real”. Siguiendo su propia metáfora, tenemos la equivocada percepción de que “Internet fuese como en la película Matrix, donde hay un espacio “real” (Zion) que dejamos atrás cuando entramos en el espacio virtual –una perspectiva cada vez más obsoleta dado que Facebook [como hemos visto tras los últimos escándalos] se hace cada vez más real y nuestro mundo físico cada vez más digital”. Nuestra experiencia en ambos territorios más y más interconectada, lo que hacemos en un entorno online afecta cada vez más a nuestro entorno físico y viceversa.
Bajo esta perspectiva lo mismo podríamos decir que ocurre con las imágenes. Impresiones y visualizaciones digitales viven hoy en día interconectadas unas con otras formando parte, como comentábamos al principio, de un mundo hibridado y en constante proceso de cambio. Imágenes captadas con cámaras digitales, sacadas de internet o generadas directamente con software 3D son continuamente impresas en forma de productos artísticos, en prensa y publicidad, de la misma manera que imágenes obtenidas por procesos analógicos son inmediatamente digitalizadas para su difusión a través de la red. Memes remixados a partir de secuencias de películas rodadas en 35mm y fotolibros distribuidos en formato pdf. Cualquier imagen puede valer para cualquier cosa. Al fin y al cabo la imagen fotográfica como tal existe antes de su materialización e independientemente de su soporte.
Volviendo a la pregunta que lanzó DONE en sus redes (recordemos: “¿Qué imagen merece ser impresa?”) hay una respuesta, la de Ira Lombardía, que bajo este paradigma cobra especial relevancia. A pesar de ser la más escueta y aparentemente vaga en forma y contenido, resume precisamente todo lo expuesto hasta ahora: “No creo en la meritocracia de las imágenes. Cualquier fotografía, o posiblemente ninguna, merece ser impresa”.