Guardar imagen como

Daniel Mayrit, fotógrafo y docente, reflexiona sobre el papel de los creadores de imágenes profesionales analizando la situación de la fotografía en el momento actual, cuestionándose sobre las estrategias posibles en el mundo de la imagen líquida. ¿Para qué hacemos fotografías?

En el momento de escribir estas líneas, Instagram sobrepasa con creces los 12 millones de usuarios en España que, además, suben a diario un 150% más de stories que la media mundial de la plataforma. Al mismo tiempo, el libro de fotografía más celebrado del año ha sido sin duda alguna ‘La Grieta’, de Carlos Spottorno y Guillermo Abril, con más de 20.000 ejemplares vendidos, toda una auténtica proeza en nuestro país. También en este mismo año, a fecha de 26 de noviembre habían muerto ya más de 3.000 personas intentando cruzar el Mediterráneo para llegar a Europa, según datos de la IOM.

En este artículo pretendo trazar una línea que relacione éstos y otros datos aparentemente inconexos. O dicho de otra manera, me propongo cuestionar el papel (uno de ellos) que desempeña la fotografía en el siglo XXI, el siglo de la imagen líquida y de la política ficción, a través de cuatro factores que determinan la naturaleza y circunstancias de la fotografía y la imagen contemporáneas.

La materialidad

Hace unas semanas Jon Uriarte publicaba un post en su blog en el que se preguntaba sobre el papel, de alguna manera conservador, que desempeñan los fotolibros en la era de la fotografía en Internet. Parece que el post levantó algo de revuelo y un cierto número de colegas de profesión expresaron públicamente (y de manera saludable y educada) en redes su discrepancia. Me consta que el número de los que no la expresaron es todavía mayor. De entre esas voces una comentaba, con toda la razón del mundo, que a nadie le gusta que le digan que su actividad, a la que dedica todo su tiempo y pasión, es conservadora, reaccionaria o anticuada. Y sin embargo, este sentimiento, expresado también por más gente en términos similares, denota una cierta falta de reflexión sobre la ontología del propio medio o la propia actividad.

Tanto de la fotografía como del fotolibro. Para no hablar de los demás, que siempre queda feo, hablaré desde la propia experiencia. Al igual que Uriarte, empiezo por entonar el mea culpa por ser también de alguna manera partícipe de esa misma “vorágine fotolibril” de la que habla en su post. Con dos libros de edición limitada publicados y con varios proyectos entre manos, es inevitable preguntarse en algún momento para qué sirve lo que uno hace. Y después de mucho darle vueltas y de intentar convencerse a uno mismo la respuesta es, lamentablemente, que para poco. Esto es, atendiendo a los objetivos que me había marcado yo mismo al iniciar ambos proyectos. Todo depende pues del tipo de meta que cada uno se autoimponga.

‘You Havent seen their Faces’ de Daniel Mayrit

Si hacemos lo que hacemos “solamente” porque nos hace felices, bien. Si lo hacemos porque además hace feliz a más gente, bien también. Sin nos “conformamos” con comunicar, expresarnos o emocionar, perfecto. Pero aquéllos que le pedimos a la imagen, al arte y a la fotografía un poquito más, que reclamamos continuamente en charlas, escritos, talleres y entrevistas el poder transformador de la imagen, su gran potencial como herramienta de cambio social… cuando miramos atrás a lo conseguido, es muy probable que más que llenarnos de orgullo y satisfacción se nos tuerza la sonrisa y se nos haga un poco de vacío en el estómago. A mí me pasa.

¿Qué sentido tiene lo que hacemos? ¿Estamos poniendo nuestro granito de arena o alimentando nuestro ego? ¿Pretendemos hacer del mundo un lugar mejor o exponer en el MoMa? ¿Le hablamos a la gente corriente o a los padrinos de galerías, museos y colecciones? Ninguna de las opciones es necesariamente mejor o peor que la otra. Es más, estoy seguro de que si preguntamos a la mayoría de los que nos dedicamos a esto la respuesta a todas estas preguntas sería unánime: ambos. Y es verdad, ninguna de esas posibilidades son realmente excluyentes, pero si algo nos ha enseñado la historia es que conseguir ambos objetivos sólo ha estado al alcance de unos pocos genios. Es sensato pensar, no sólo por humildad sino por pura probabilidad estadística, que uno no esté entre ese reducido grupo.

Las máquinas de la visión

En diciembre de 2016 Trevor Paglen publicaba un artículo llamado Invisible Images (Your Pictures Are Looking At You)” en el que abordaba la cuestión de la utilidad de la fotografía desde otro ángulo radicalmente diferente. Paglen, quizás uno de esos artistas que sería definido por muchos como activista, argumenta que en el presente que habitamos las imágenes están hechas en su mayoría por máquinas y para máquinas (cámaras de vigilancia, algoritmos, robots, drones…), lo cual cambia radicalmente el marco en el que esas imágenes operan.

Intentar interpretar el mundo de hoy, repleto de imágenes algorítmicas, software de lectura de imágenes y redes de aprendizaje neuronal (bots) al servicio de gobiernos y megacorporaciones, con los esquemas que regían las imágenes en el siglo XX es una estrategia abocada al fracaso. Por extensión, continuar aplicando desde el arte estrategias visuales de hace diez, veinte o treinta años sea probablemente también un acto cada vez más y más inútil. Dado que las imágenes son cada vez más datos recolectados a costa de quienes las producimos –ceros y unos– y cada vez menos representaciones visuales del mundo que nos rodea, Paglen concluye: “ya no miramos a las imágenes –las imágenes nos miran a nosotros. Las imagenes no dicen ya tanto sobre el mundo como lo dicen de nosotros mismos”. Es decir, las fotos que colgamos en redes no nos cuentan tanto del universo que vemos a través de las cámaras de nuestros teléfonos, sino que son traducidas a datos que crean un perfil de nuestra actividad, de nuestras rutinas, de nuestros hábitos de consumo o de nuestras preferencias sociales y políticas.

‘¿Dónde está la contamiación…?’

Las imágenes que ni siquiera nosotros creamos, como las de satélites o cámaras de seguridad, también son consumidas y procesadas por máquinas o softwares de reconocimiento facial para generar unos perfiles y unas bases de datos que harán que el futuro próximo se parezca con toda probabilidad a un capítulo de Black Mirror. Ante este escenario, Paglen continúa: “La fotografía ya no representa la realidad sino que interviene activamente en el modelado de nuestro día a día. Debemos empezar a entender estos cambios si queremos confrontar los flujos de poder que operan a través de esta nueva cultura visual invisible para el ojo humano en la que nos hallamos hoy en día”.

Y sin embargo, retornando al tema que nos compete, Paglen falla a la hora de producir imágenes y obras que remen en la dirección que él mismo propone en su artículo. A pesar de su indudable compromiso político y artístico, por los que tengo profundo respeto, la mayoría de los proyectos artísticos de Paglen siguen consistiendo en imágenes y piezas hechas para ser observadas y comprendidas bajo los mismos parámetros que él califica como inservibles. Es decir, sus obras siguen enmarcadas bajo el mismo paradigma tradicional en el que la pieza es observada por un espectador generalmente pasivo. Sin embargo lo que el texto de Paglen pone en evidencia no es su aparente naturaleza contradictoria, sino la grandísima dificultad que entraña el reto al que se enfrenta (nos enfrentamos).

Asistimos a un cambio de enormes magnitudes en la historia de las imágenes. Éstas son cada vez menos objetos que representan una determinada realidad o ficción destinadas a un consumo pausado y contemplativo. Las imágenes hoy en día no son más (ni menos) que unidades básicas y efímeras de intercambio social leídas no solamente por personas en sus Whatsapps o muros de Instagram, sino por máquinas que las codifican en forma de big data al servicio de grandes corporaciones o agencias gubernamentales. Para un artista, enfrentarse a este nuevo escenario da, de entrada, miedo escénico. Mucho. Habría que empezar por reformular la pregunta inicial: ¿cómo producimos imágenes en un mundo en el que las imágenes no se ven? Si ya es difícil comunicar con otro ser humano y mucho más aún pretender influir en sus posicionamientos ante el mundo, ¿cómo nos comunicamos mediante imágenes con un algoritmo? ¿Cómo influimos en su comportamiento?

© Penélope Umbrico

La política

En esta misma línea, hace unos meses participé en un encuentro petit comité durante el festival The Influencers, celebrado anualmente en Barcelona. En esta pequeña conversación informal estaban presentes algunos de los conferenciantes que en el día anterior hablaron precisamente sobre fake news, trolling, algoritmos y propaganda. Vladan Joler, co-fundador de Share Lab, era uno de ellos. Tanto en su ponencia como en esta conversación Joler se dedicó a profundizar en uno de los objetos de estudio de su lab: el algoritmo de Facebook.

Lo interesante de su punto de vista no eran todos sus conocimientos técnicos sobre cómo funciona dicho algoritmo –incomprensible para un ser humano medio–. Lo verdaderamente revelador de su testimonio es la naturalidad y frustración con la que reconocía que por mucho que lo estudiemos y sepamos sobre el algoritmo, siempre estaremos abocados a ir varios pasos por detrás de él. Ante tal afirmación otro de los participantes, artista, justificó su (nuestra) labor argumentando que eso es precisamente lo que tiene que hacer el arte: tratar de explicar y dar sentido a lo que ocurre en el mundo contemporáneo. Aquella afirmación, por no llamarla resignación, entró en mi cabeza como una sacudida. ¿Acaso no llevamos los y las artistas dándole vueltas a todo durante demasiado tiempo? ¿Y si no se trata de entender la realidad sino de pasar a la acción para influir en ella? ¿No es eso lo que hace el propio algoritmo?

A pesar de que en las últimas décadas la importancia de la imagen en nuestra vida cotidiana no ha parado de aumentar, desde los años 70 y el final de la guerra de Vietnam la fotografía ha dejado de tener un papel protagonista en la agenda de lo que ocurre en el mundo. Digo esto siendo consciente de los matices y excepciones que habría que apuntar. Me vienen a la cabeza casos recientes como el de John Kerry utilizando unas fotografías (manipuladas) de un ataque con armas químicas por parte de Al-Assad (que nunca ocurrió) para justificar ante la opinión pública el primer bombardeo estadounidense en Siria. O la tristemente icónica imagen de Aylan Kurdi que removió y agitó la opinión pública de medio mundo desencadenando un cambio de políticas por parte de numerosos gobiernos europeos… que como sabemos acabaron quedándose en papel mojado.

En cualquier caso, éstos y cualquier otro ejemplo reciente palidece frente al poder de influencia de la fotografía en políticas tangibles durante la época dorada de las grandes revistas. Sin embargo semejante paradoja puede tener una explicación. El aumento del actual protagonismo de las imágenes en nuestras vidas hasta llegar a unos niveles sin precedentes también coincide en el tiempo (precisamente desde los años 70) con una reestructuración de los poderes fácticos también sin precedentes. Donde antes se podía pedir responsabilidades a un determinado gobierno frente a una determinada acción política, ahora encontramos unos opacos conglomerados de poder (megacorporaciones financieras, armamentísticas, farmacéuticas, tecnológicas…) que se encuentran, por decirlo suavemente, por encima del bien y del mal y que poco o nada responden ante ningún tipo de presión ciudadana o mediática. Frente a este escenario no sería tampoco justo exigir a la fotografía, al arte o a la imagen en general que por sí mismos pudieran reclamar su capacidad de antaño para “cambiar el mundo”.

‘Monsanto’ © Mathieu Asselin

Como consecuencia de esta situación los descendientes de aquello que Cornell Capa dio en llamar “concerned photography”, más tarde se llamó arte político y hoy los blogs de tendencias lo etiquetan como “artivismo”, nos hemos ido desplazando sigilosamente durante las últimas décadas hasta posiciones de resistencia. Pareciera de hecho como si sintiéramos una fascinación hacia esa palabra mítica. Exposiciones, ensayos, talleres y proyectos proliferan incorporando la palabra resistencia a su título y a sus statements como quien invoca a ese ser mitológico que descenderá de los cielos cual dragón de los Targaryen para asegurar la victoria. Proyectos y proyectos que ganan premios e inundan librerías o museos mientras nos relatan el drama de los migrantes, los excesos de Trump, las maldades de Monsanto o incluso los escándalos de la banca y las injusticias de la Ley Mordaza. Pero lo cierto es que, cuarenta años después de la década de los 70, todavía seguimos esperando al dragón. Es hora de empezar a pensar que quizá Negrín se equivocaba cuando afirmaba aquello de que “resistir es vencer”. Hoy en día “resistir” es más bien retrasar la derrota.

¿Qué podemos hacer entonces si no es resistir? Si hablásemos en términos bélicos, parece lógico pensar que la única alternativa, además de rendirse definitivamente, sería pasar al ataque. Abandonar la retórica de la resistencia y abrazar la de la acción. Y sin embargo, dentro de esa fotografía y arte comprometidos (en el sentido más amplio y vago de la palabra) encontramos muy pocos intentos de pasar a una posición activa y empoderadora que de verdad plante cara frente al enemigo común, llámenlo neoliberalismo, llámenlo populismo, llámenlo patriarcado, llámenlo desigualdad.

Lo popular

Existe a mi juicio un cuarto factor que se ha venido desarrollando paralelamente a los anteriores durante estas últimas décadas y que también puede ser en cierta medida responsable de esa aparente inactividad o contemplatividad de la fotografía contemporánea.

Recuperando la paradoja de la que hablábamos antes, también desde los años 70, pero sobre todo en los últimos diez años, venimos asistiendo a una expansión sin precedentes de las imágenes en su ámbito más popular. Para ser más precisos, producción de fotografía amateur ha habido siempre y en cantidades infinitamente mayores a la fotografía profesional o artística. La novedad ahora reside no tanto en la producción, sino en el acceso y la difusión de la que disfruta la fotografía popular gracias a Internet. La red ha dinamitando así las barreras de los álbumes de fotos y las paredes de nuestra propia casa, límites habituales de dicha fotografía amateur de la era pre-internet. Hablar de todo este cambio es probablemente un territorio común que empieza a sonar a tema demodé, “muy 2013”, pero merece la pena detenernos un segundo en las consecuencias que el nuevo paradigma conlleva respecto el tema que nos ocupa.

Durante todo el siglo XX, y desde luego en la década de los 70, los fotógrafos profesionales tenían el absoluto monopolio de las imágenes que consumíamos el común de los mortales. Ellos (y en mucha menor medida ellas) producían el 99% de las imágenes que veíamos en todos los medios de comunicación mainstream: revistas, publicidad, arte, prensa o cine, y era el resto de la sociedad quien seguía sus pasos en cuestión de gustos, estilos y tendencias. Ahora, desde la irrupción de los móviles y las redes sociales se ha producido por primera vez en la historia un desplazamiento en la ecuación: es la gente corriente, liderada por una juventud que ha nacido al amparo de Internet, quien está a la vanguardia de la experimentación, de la producción y de la difusión en términos de imagen, mientras que artistas, fotógrafos, publicistas o diseñadores somos ahora quienes vamos al rebufo, intentando con poco éxito imitar o aprender (en el mejor de los casos) de lo que hace esa gente anónima a la que hasta hace poco despreciábamos.

Aplicando la tercera Ley de Newton, semejante desplazamiento provoca inevitablemente una reacción en la dirección opuesta entre aquéllos que no desean aprender –ni tan siquiera imitar– o que simplemente rechazan la posibilidad de perder la que hasta hace poco era una posición de (aparente) poder o estatus. En el peor de los casos esa reacción se traduce en un desprecio casi tecnófobo de las nuevas tecnologías que han posibilitado el cambio en el equilibrio de fuerzas. Ante ese frente de extremistas no hay mucho que podamos hacer y poco esfuerzo merecen nuestros intentos de diálogo.

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Imagen más popular en Instagram en 2017

Me preocupa más por tanto ese otro frente, el más nutrido, que sin ninguna acritud y de una forma probablemente naturalizada va desplazándose poco a poco hasta posiciones reaccionarias no en las formas pero sí en el fondo. O si se prefiere, aquéllos que adoptan una posición de distanciamiento y de repliegue a un régimen visual que está de facto caduco y obsoleto, que añora un pasado mejor y que trata de desenvolverse torpemente en el siglo XXI con estrategias visuales del siglo XX. O dicho llanamente, ¿de qué sirve realizar exposiciones, libros o incluso fotografías en un mundo en el que la gente normal –nuestro público potencial– produce las suyas propias y accede a los contenidos que generan sus iguales en plataformas mucho más abiertas y accesibles?

El presente

Cerraré con una última experiencia personal. Hace poco Olmo González me asaltaba casi a traición con una pregunta directa: “¿es la fotografía siempre una herramienta al servicio del capitalismo?”. Sin recordar exactamente mi respuesta, vine a decirle que no. Que no necesariamente. Que bien podía servir a esos intereses como podía servir a otros completamente opuestos. Ahora que tengo más tiempo para reposar la respuesta se me vienen a la cabeza ejemplos como los de la Arbeiterfotografie de la RDA en los años 60 y 70, heredera a su vez de los movimientos fotográficos de la República de Weimar. También las Photo League británicas y estadounidenses o los intentos de reinvención del documental de Rosler y Sekula.

A la vista de los acontecimientos transcurridos desde entonces, es evidente que todos aquellos intentos, ni mucho menos hegemónicos, no han conseguido influir de manera decisiva en las agendas políticas que intentaban desmantelar, más allá de realizar un encomiable trabajo de creación de comunidad local mediante el uso de la fotografía y el arte, que no es poco (pienso en Rosler, Meiselas, Jo Spence o un extenso número de fotógrafos y fotógrafas alemanes menos conocidos entre el gran público). Ante esta constante derrota sufrida desde los años 70 se me antoja imposible pensar en un futuro de éxito mientras sigamos utilizando las mismas recetas artísticas y fotográficas que hace 40 años.

© Olmo González

Hoy tenemos redes, plataformas y estrategias visuales que conectan con una multitud de personas que hasta ahora habían vivido ajenas a los métodos de representación visuales. Ha llegado el momento de que también desde el arte abracemos todo ese potencial, colaboremos en calidad de iguales y aprovechemos el poder de la colectividad que nos ha brindado internet y el mundo 2.0 en el que nos ha tocado vivir. No engañaremos a nadie, el omnipresente neoliberalismo ha definido cómo es el terreno de juego en el que se disputa el partido, controla todas y cada una de las plataformas en las que se consume fotografía hoy en día y ha decretado unas reglas del juego hechas a su medida. Es hora de que demostremos que somos capaces de tomar esas reglas, jugar en desventaja y en un campo cuesta arriba y aún así, (¡aún así!) dar la vuelta al marcador utilizando sus propias herramientas.

Jorge Ribalta concluía el ensayo de introducción al catálogo de su exposición ‘Aún No: Sobre la Reinvención del Documental y la Crítica de la Modernidad’ con la misma reflexión que daba título a la muestra: a pesar de todos los esfuerzos de transformación de la imagen documental (en su caso) o de la fotografía y el arte comprometidos (en el de este artículo), aún no hemos conseguido los objetivos propuestos. Pero ese “aún”, además de una derrota, implica también una esperanza a futuro. Sin ánimo de terminar con un espíritu derrotista, este tiempo de cambio profundo es también un momento propicio para que aprovechemos nuestro esfuerzo colectivo y repensemos juntos hacia dónde estamos yendo. Hacia dónde van el arte y la fotografía.

Sin olvidar los soportes y espacios tradicionales, hay trabajo por hacer convenciendo a museos e instituciones para que apuesten por una fotografía que se salga de los patrones clásicos apostando especialmente por la juventud. Debemos convencernos de que quizás trabajando desde lo micro, desde la comunidad, podamos crear las bases de un cambio en lo macro –y no necesariamente al revés–. A través de iniciativas, concursos o festivales es posible crear un nuevo marco institucional que genere el caldo de cultivo para que gente anónima que experimenta con imágenes pueda tener las plataformas de visibilidad adecuadas. Tenemos que asumir que Internet es ya un medio de pleno derecho en el que las imágenes no necesariamente precisan de libros o exposiciones que las legitimen. Internet es ya el medio que lo hace. El cine, la televisión y la música lo están empezando a entender. Es hora de que la fotografía dé también ese salto. Si queremos seguir siendo relevantes, hoy más que nunca, tenemos que cambiar el chip.