Muerte y fotografía siempre han estado asociadas, tanto desde el punto vista teórico como respecto al registro de aquellos que han fallecido mediante una cámara. Pero ¿cómo se ha representado la muerte a lo largo de la historia de la fotografía? ¿Cómo tenemos que interpretar esas imágenes que se ha producido en diferentes épocas? ¿Cómo nos enfrentamos en la actualidad a la fotografía de aquellos que ya no están entre nosotros? Blas González nos trae un mini ensayo sobre este tema.
La función de la fotografía como referente de la realidad y prótesis de la memoria ha propiciado la aparición temprana de la denominada fotografía Post-Mortem, certificando su utilidad como herramienta para gestionar el duelo y perpetuar el recuerdo de los seres queridos. Si en las primeras fotografías post-mortem la representación visual de la muerte estaba estrechamente vinculada a sus rituales y a la escenificación social de la misma, la posterior evolución del contexto social ira reduciendo el ámbito de representación casi exclusivamente en el discurso artístico o documental –incluyendo en este espectro proyectos autorreferenciales de enfermedad, reivindicación de colectivos estigmatizados socialmente, terapias profesionales de duelo o documentación forense. En esta última década estamos siendo testigos de propuestas tecnológicas que pretender definir un nuevo marco de relación con la muerte, con la promesa de perpetuar en un Mas Allá virtual el legado digital del “Homo Interneticus”.
Historia: la fotografía postmortem
Las primeras fotografías “Post-Mortem” aparecen poco después de la invención de la fotografía en 1839, como continuación de una tradición pictórica que se remontaba al siglo XV. Aunque desde una perspectiva contemporánea estas primeras imágenes puedan parecernos morbosas, hay que tener en cuenta que hasta principios del siglo XX –debido a una esperanza de vida menor, una alta tasa de mortalidad infantil y la ritualización del velatorio en el propio hogar– la muerte y el duelo se experimentaban de una forma más cercana e íntima. Estas fotografías eran intercambiadas con toda naturalidad, formaban parte del álbum familiar y ocupaban un lugar privilegiado en el ámbito doméstico. Las prácticas religiosas de la época condicionaban la actitud ante la muerte y su representación iconográfica: conceptos como la “Buena Muerte”, el “Descanso Eterno” o los “Angelitos” se transcribían fotográficamente en escenas que transmitían serenidad y sin duda cierto sosiego espiritual y cuya utilidad glosa Michel Melot:
“La imagen como sustituto del cuerpo ausente y, su visión como un medio eficaz para el vivo de recuperar el recuerdo del difunto. Esta herramienta psicológica y trascendental da sentido para el vivo a la hora de aceptar la muerte, reconocerla y superarla”. (Melot, 2010)
Por ello, estas primeras manifestaciones se circunscriben al ámbito de lo privado y en ellas se busca la dignificación del sujeto y el registro visual de su figura –quizá el único en muchos casos- como soporte del duelo y la memoria. El repertorio de localizaciones, posados y simbolismo utilizados en estas fotografías tempranas, colaboraba a desdramatizar la escena y conseguir un efecto tranquilizador y curativo.

Queda constancia de la primera etapa de la fotografía postmortem en el abundante material recuperado por instituciones y coleccionistas privados. Con un archivo de más un millón de fotografías históricas, el Archivo Burns cuenta con una importante sección dedicada al género fúnebre. En España existen archivos fotográficos de custodia pública (ayuntamientos, museos, fundaciones) y colecciones particulares en los que se conserva material de un sinfín de fotógrafos de oficio locales y entre cuyo contenido es posible rastrear imágenes de difuntos.
Cambio de rumbo
Aunque las razones son más bien de índole socioantoncultural, existe una relación inversa entre la evolución del medio fotográfico y la extensión del género: si la especialización de la práctica fotográfica en el siglo XIX ponía al alcance de unos pocos el retrato póstumo, la popularización de la fotografía a principios del siglo XX y el aumento en el número de aficionados no dejó, sin embargo, constancia de un registro proporcional en la fotografía postmortem doméstica, donde todo el entramado comercial/industrial del procesado fotográfico dejaría expuesta a miradas ajenas escenas de la intimidad familiar.
En la actualidad, la disponibilidad universal de los dispositivos fotográficos, así como su ubiquidad en cada una de las situaciones de la vida cotidiana, nos invitan a suponer un incremento en la fotografía postmortem digital, pero el hecho de que se considere socialmente inadecuado, así como la escasa presencia de este tipo de fotografías en las redes sociales, sugieren que tanto la captura como su difusión están restringidas al ámbito de la más estricta intimidad.
A partir de mediados del siglo XX, para las sociedades occidentales, la muerte se convierte en una presencia incómoda: convertida en un fenómeno invisible y solitario, la muerte moderna es una “abdicación de la comunidad” (Ariés, 1989) en favor de empresas y profesionales especializados en gestionar todo el proceso: enfermedad, muerte y disposición final del cadáver en instalaciones que se construyen en las afueras de las ciudades.
Según Linkman, la disolución de las creencias cristianas, un incremento de la movilidad de social y los cambios en la estructura familiar han propiciado estos procesos de externalización de la muerte. La narrativa cuerpo-céntrica del “Más Allá” y la metáfora del “Descanso Eterno” que dominaba el ritual funerario precedente, es sustituida por la pragmática objetividad de la cremación y la celebración facto-céntrica de la vida del fallecido.
En este contexto, la fotografía comercial postmortem desaparece y a nivel doméstico, aunque pueda estar emocionalmente justificado, resulta una práctica privada, socialmente reprobable, que el doliente realizará “por su cuenta, en soledad y sin el conocimiento ni permiso de los otros” (Ennis, 2011), ocultará de la mirada pública y atesorará en el intimo silencio del álbum -familiar o digital-, como ilustra la fotografía que sigue, cuya autora ha preferido mantenerse en el anonimato.

La psiquiatra suizo-americana Elisabeth Kübler-Ross publica en 1969 ‘On Death and Dying’, un libro fundamental donde reflexiona sobre el morir y sus procesos, que inspirará la transformación en la práctica clínica del tratamiento de enfermedades terminales y el sistema de hospicios y geriátricos actual. La influencia de esta corriente reformadora favorecerá la aparición de proyectos fotográficos en torno a enfermedades terminales o degenerativas que buscan no sólo “dar visibilidad a la enfermedad y reivindicar todas las necesidades de atención y ayuda que necesitan”, sino “convertir [tales proyectos] en escenarios o espacios de relación” (Prado, 2014).
Según Prado, cada uno de estos proyectos autorreferenciales, desde las estrategias visuales propias de cada enfermedad, constituye un duelo anticipado en el que se pretende: “Un reconocimiento progresivo de la inevitabilidad de la muerte, la experimentación y manifestación del impacto de la pérdida anticipada, la reconciliación, el desapego y la memorialización en la que se desarrolla una representación mental que permanecerá mas allá de la muerte”. (Prado, 2014)
La muerte y la mirada
En los años 80 del siglo XX, la epidemia del SIDA convulsionó la moral de la sociedad occidental, que del desconcierto y perplejidad inicial pasó a la más furibunda estigmatización de los colectivos homosexuales, acusándolos de lo que Roy Greenslade, editor asistente del diario Sun, calificó como la “Plaga Gay”. La enfermedad y la muerte provocaron una respuesta creativa de la comunidad gay contra la discriminación y los perjuicios; hombres y mujeres alzando la voz para alertar la conciencia de los ciudadanos y sacudir de la inacción a las autoridades sanitarias. Saliendo del ámbito de lo privado, la enfermedad y la muerte se mostraron en imágenes que ofrecían “un testimonio visual de su lucha” (Prado, 2016).
Así, por ejemplo, es icónica –y controvertidamente famosa por su utilización en una campaña publicitaria de Benetton– la fotografía de Therese Frare que muestra la agonía final de David Kirby rodeado de su familia: una escena de una gran carga dramática, que invita al espectador a asomarse al mismo instante que precede a la muerte, reconocer el sufrimiento inconsolable del padre y empatizar con su dolor en lo que Marianne Hisrch denomina “mirada afiliativa”:
«El trabajo de leer imágenes aisladas se convierte necesariamente en un trabajo de sobre-lectura, determinado por la particular relación familiar o extrafamiliar que mantenemos con ellas. Reconocer una imagen como familiar provoca, como he argumentado, un tipo específico de mirada lectora o espectadora, una mirada afiliativa a través de la cual somos insertados en la imagen y a través de la cual adoptamos la imagen en nuestra propia narrativa familiar». (Hirsch, 2012).

En el caso de la fotografía de Felix Partz, tomada pocas horas después de su muerte en junio de 1994, nos encontramos con una imagen en donde la mirada afiliativa es reemplazada por una mirada inquisitiva, la de un espectador que busca respuestas recorriendo una escena contradictoria. Rodeado de cojines y colchas de exuberante colorido, el cuerpo de Partz parece formar parte de una pintura de Klimt, camuflado entre las formas caprichosas de los tejidos que apenas disimulan los estragos de la enfermedad y el horror de la muerte. La mirada de Partz, atrapada en su último instante de la muerte, se presenta al espectador como una pregunta sin respuesta. La función de esta fotografía parece ir más allá de la memoria o el homenaje póstumo, e insertarse dentro de un discurso performativo, continuidad de la narrativa semi- ficticia que alimentó a las vanguardias artísticas de finales de los 80.
En este sentido, la fotografía –tomada por A.A. Bronson de su amigo y compañero en el colectivo artístico General Idea– tiene un carácter declarativo. Cada una de sus ambigüedades nos interpela a debatir sobre nuestra propia mortalidad desde una perspectiva más universal. Aquí la fotografía postmortem no tiene tanto un carácter documental o personal, sino que adopta la estrategia del arte, abandonando el ámbito de lo particular para proponer un nuevo contexto de legibilidad:
“El artista se rige por una voluntad de discurso, por la conciencia de un proyecto crítico, por estrategias conceptuales e ideológicas del propio proyecto, por los contextos de legibilidad…” (Fontcuberta, 2018)

Si en el SIDA, la visión del cuerpo devastado por la enfermedad adquiere un valor “simbólico y representacional” (Martin, 2010) que se utilizará como argumento contundente en el activismo contra los perjuicios, el desconocimiento y la estigmatización, revistiendo al sujeto de la dignidad de un héroe caído, en las enfermedades degenerativas la muerte se representará por ausencia, metáfora del lento y prolongado desvanecimiento con el que la vida finalmente se apaga.
“De este modo, sin dramatismos ni crudeza, se explica un final previsible que no centra su atención en el cuerpo del difunto sino en el homenaje a su memoria”. (Prado, 2014).
Este concepto queda ilustrado en el diario fotográfico donde Philip Toledano registró el progresivo declive de su padre durante cuatro años; imágenes en color que representan escenas de la convivencia entre padre e hijo, donde aun estando presente la enfermedad, esta no toma el protagonismo del relato. Hay un tono sereno en toda la narración, salpicado de eventuales notas de humor, que se resuelve en un “retrato postmortem” con el cuerpo del fallecido ausente, corolario a un duelo ampliamente anticipado y metáfora del vacío que la muerte dejará en el cuidador.

Este tipo de proyecto referenciales parece compartir la intención que Montse Mocarte atribuye al álbum familiar en los procesos de duelo. «Ser ante todo un objeto que contenga memoria para proclamarse en gran medida como elemento comunicativo y reafirmante de la experiencia vivida». (Mocarte, 2019), y por lo tanto un vehículo de expresión para integrar estas experiencias en un relato más amplio, en el que la presencia y la ausencia se incorporen a una historia en la que el difunto no sea el único protagonista.
Documentando el proceso de la enfermedad y muerte de su padre (2009) la fotógrafa británica Briony Campbell se posiciona de forma instintiva ante la paradoja de aislarse en la privacidad del dolor, o por el contrario, construir un espacio de expresión utilizando la fotografía y el video para documentar la última experiencia existencial del padre, reafirmando y extendiendo el vínculo emocional entre ambos más allá de los límites temporales y espaciales que impondría el duelo convencional.
La intención mutua de forjar y mantener un lazo perdurable se manifiesta en el consentimiento del padre a participar en el proyecto y en la propia incorporación de la autora en el relato visual; la imagen final en donde la mano de la hija sostiene la mano del padre ya fallecido, además de testimoniar la voluntad de preservar un vínculo perdurable, es una metáfora visual que ilustra una doble transición: por un lado, el apacible el instante de transición entre la vida y la muerte -donde el difunto será el trágico protagonista- y por otro, la prolongada y dolorosa transición, que recorrerán los dolientes, entre la muerte y la ausencia.

La contemplación de esta transición entre la vida y la muerte puede producir en el espectador “una reacción ambivalente de aversión y pulsión” (Morcate, 2019); nos acercamos al mismo borde del precipicio interpelados por la curiosidad de atisbar en su profundidad, al tiempo que nos paraliza la sola idea de nuestra propia caída. Aquella misma paradoja temporal y premonitoria que Barthes descubría contemplando el retrato de Lewis Payne, fotografiado en su celda pocas horas antes de ser ejecutado em 1865: “está muerto, pero va a morir” es el punctum temporal que nos aguijonea cuando nos situamos ante un retrato en vida de quien sabemos que poco después morirá. Pasado y futuro en la misma fotografía: “la imagen se carga de significado y contingencia por tomarse en la antesala de la muerte” (Morcarte, 2019) y el espectador indaga la mirada del sujeto tratando de atisbar indicios de ese temor o de esperanza ante la inminencia de lo que quizás el condenado ya sabía inevitable.
En la obra ‘Life Before Death’ (2003), el fotógrafo alemán Walter Schels (1936) nos sitúa ante dicha tesitura con su serie de 24 retratos dobles de otros tantos sujetos, enfermos desahuciados: el primero tomado días o semanas antes de su muerte y el segundo horas después del fallecimiento. Planteado por el autor con la intención de conjurar sus propios temores hacia la muerte, el proyecto se desarrolló en hospicios alemanes contando con la colaboración voluntaria de pacientes terminales, que encontraron en Schels y su colaboradora Beate Lakotta (1965) –autora de los textos que acompañan a las fotografías- a aquellos que escucharon sus temores y esperanzas ante lo inminente. Confrontar la mirada de cada uno de estos retratos pre-mortem y leer el testimonio de cada moribundo hablando de su soledad y de la obstinada negación de familiares y amigos a enfrentarse a la lacerante realidad, resulta más impactante que el propio retrato post-mortem del individuo– «dormido» serenamente entre las negras sombras.
La mirada punzante del vivo desequilibra definitivamente el díptico y parece interpelar al espectador, en cuya memoria quedará clavada como una espina la evidencia de que el tránsito a las sombras habrá de hacerlo en la más absoluta soledad. Cada uno de estos dípticos es la materialización de lo que Barthes catalogaba como una catástrofe.

Sin embargo, en las series de retratos de desconocidos en la morgue de autores como Jeffrey Silverthorne (Morgue Work, 1972), Andrés Serrano (The Morgue, 1992) o Sue Fox (Untitled, 1996) la cuestión del referente es banal y el cuerpo sin memoria se convierte en espacio impersonal para la expresión artística y la muerte en asunto legítimo para un nuevo discurso estético alejado de la función social y personal que marcaba la práctica anterior del género. Liberada de las restricciones de dignidad y decoro que imponía el tabú (y el ritual), la muerte se hace presente en las galerías de arte adoptando estrategias de visualización propias del registro policial o del archivo forense, mostrando una visión más sórdida de la muerte.
Serrano conjura a la violencia y a la muerte en su serie ‘The Morgue’ (1992), excluyendo intencionalmente cualquier posibilidad de identificación de los sujetos y utilizando el cuerpo cosificado como un escenario de confrontación: fragmentos de cuerpos golpeados, quemados o envenenados, cuidadosamente iluminados para producir un conjunto de coherencia formal y estética, con los que el autor compone escenas en las que utiliza elementos de la iconografía católica –cortes en manos y pies que asemejan estigmas, sabanas a modo de sudarios o un arriesgado escorzo que recuerda al Cristo de Mantegna– y que suponen un cambio de registro significativo en la función de la fotografía postmortem: la mirada provocada.

Hacia la eternidad
Si como argumenta Tony Walter, “tarde o temprano, la mayor parte de los muertos necesitan ser olvidados, a fin de que unos pocos puedan ser recordados” (Walter, 2019), en las sociedades altamente funcionales es primordial reducir este tiempo al mínimo para mantener un standard alto de operatividad. Aunque la desmaterialización de la fotografía y la virtualización del archivo no permiten cuantificar de forma precisa el uso de la fotografía postmortem en la actualidad -planteando, además, dudas razonables sobre la supervivencia de este supuesto legado “visual” para el futuro-, la actitud contemporánea ante la muerte puede estar relacionada con la idea de fracaso operativo que para el hombre moderno supone el morir, lo que justificaría la invisibilidad y secretismo de su representación explícita en el dominio público.
La creciente presencia de las redes sociales en la vida actual obliga a pensar en que forma la muerte y el duelo de los usuarios están presentes en estos entornos. Si la muerte física es socializada en términos funcionales como “desaparición” o “ausencia” y, en consecuencia, sin representación, su equivalente virtual es traducido por el algoritmo que motoriza estas plataformas, penalizando la ausencia de actividad del usuario a una no-presencia en el “scroll infinito” en el muestran su contenido, y que a la postre simulará el olvido.
La respuesta actual de las principales redes sociales pivota entre el mantenimiento del legado digital del usuario y su eliminación: Facebook dispone de un modo conmemorativo en el que, además de mostrar “In Memoria” junto a la foto del usuario, se restringen algunas funcionalidades como las sugerencias de amistad; Instagram ofrece una funcionalidad similar, pero “evitan que aparezcan en Instagram referencias a las cuentas conmemorativas que puedan entristecer a amigos y familiares de esa persona”; y Twitter eliminará la cuenta y su contenido a los 30 días de la notificación del fallecimiento del usuario.
Sin embargo, la aparición de nuevas plataformas especializadas en el duelo digital como Alife.com, eventualmente permitirá a familiares y amigos decorar esa “área blanca en el mapa social” (Klastrup, 2014) que la muerte de todo individuo deja, mediante la creación de un espacio virtual para la conmemoración y publicación de fotografías, textos, videos o músicas relacionadas con la vida y obra del finado.
Por otra parte, las redes sociales convencionales han contribuido a crear una identidad digital del individuo que, exhibida y modelada en la arena de las relaciones virtuales durante un considerable periodo de tiempo de su vida, constituye un valioso activo para el Homo Interneticus. La industria parece haber atisbado un mercado potencial, no solo en la conservación de este legado digital del usuario, sino ofreciendo al usuario la posibilidad de mantener su “actividad” en las redes después su muerte. Esta es la promesa de plataformas como HereAfter.ai, Eterni.me o Eter9.com; mediante algoritmos de IA analizan las publicaciones e interacciones de usuario en la red, para crear un replicante que mantendrá “vivo” al usuario por “toda la eternidad”.

“»ETER9 es una red social que se apoya en la Inteligencia Artificial como elemento central, y actualmente se encuentra en la etapa BETA. Incluso en su ausencia, los seres virtuales publicarán, comentarán e interactuarán con usted de forma inteligente. El Avatar es su Ser Virtual que permanecerá en el sistema e interactuará con el mundo tal y como lo haría usted si estuviera presente. Tu Avatar aprenderá más con cada acción que hagas. Cuanto más interactúe en la nueva red social, más aprenderá su Avatar! Eternizar es una forma de mantener tus pensamientos y mensajes para siempre».”
Aunque es tentador pensar que el concepto de eternidad virtual podría ser la materialización de una fantasía utópica y el resultado de la evolución social de la muerte, es interesante constatar un paralelismo entre la intención de los victorianos de representar a los muertos como vivos y la pretensión de la IA de simular el comportamiento o la voz de un usuario fallecido.
En ambos casos activan procesos psicológicos para gestionar el duelo y conservar el recuerdo: la imagen fotográfica o el avatar son mediadores en la relación entre el fallecido y el doliente, una especie de icono “cuyo legado correrá paralelo a la transmisión del relato que lo sustenta: desaparecido éste, el recuerdo se disolverá en el vacío”. (Fontcuberta, 2017).
“Irremediablemente extinguido el referente, la fotografía se convierte en reemplazo y sublimación del individuo desaparecido, convertida en continente-metonímico del difunto y por tanto en una suerte de objeto-fetiche”. (Cruz Lichet, 2005).
Si consideramos la eternidad como el antídoto filosófico que le ha permitido al hombre sobrellevar la fatalidad de su destino y a las distintas religiones negociar con él, no resultara problemático considerar el concepto de la ciber-eternidad como un sustituto aceptable en este nuevo contexto y a las empresas tecnológicas como mediadoras entre el usuario y la promesa de un Mas Allá virtual.

Como hemos visto, la representación explicita de la muerte desde el siglo XIX hasta nuestros días está vinculada a la evolución del contexto social y cultural –incluyendo en este último apartado, las soluciones e innovaciones tecnológicas que permiten su difusión y conservación. Su desaparición paulatina de la esfera social ha dado paso a representación pública mediatizada.
«Las representaciones de la muerte siempre han formado parte de los medios de comunicación, pero con la desaparición de la muerte real en la vida real (menos personas que mueren a causa de las vacunas, no hay ejecuciones públicas, ya no se trata de los muertos en el hogar, etc.), los medios de comunicación han llenado este «vacío» al aumentar su enfoque y sus descripciones de la muerte como noticias y como entretenimiento. (Klastrup, 2015)
Es necesario, por tanto, trasladar y actualizar el debate sobre la muerte y su representación, no dejarse engañar por las narrativas ficticias o los velos rituales tras los cuales la parca se disfraza en cada época, separar el contenido de la forma y la función, y confrontar nuestra mirada con la última verdad de la existencia.
Referencias:
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Enlaces y referencias imagenes:
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