Las discusiones sobre la naturaleza ontológica del medio fotográfico se incorporaron de forma temprana al debate artístico, polarizando la opinión entre quienes rechazaban las ambiciones del recién llegado en el ámbito de la Bellas Artes y quienes presentían que las nuevas posibilidades creativas de la fotografía vendrían de la aceptación de sus especificidades.

Si, por un lado, la mediación mecánica de la cámara y la rápida popularización de la fotografía han justificado el recelo de quienes negaban cualquier virtud artística al medio y cuestionaban el concepto de autoría, otros han buscado en su reproductibilidad y ubicuidad la forma de resolver estas tensiones. Como disciplina artística, la dependencia tecnológica obliga a la fotografía a legitimar sus valores en el territorio de lo conceptual y la sitúan en la urgencia de identificar los límites que definen la obra fotográfica como medio de representación, así como los dispositivos visuales que habilitan dicha representación. 

Es, por tanto, imperativo definir y enumerar las características de un espacio discursivo único donde poder reivindicar las aspiraciones artísticas del medio y determinar si, dentro de dicho marco, se eleva la figura del fotógrafo a la categoría de autor.

Por ello, en este artículo, consideraré las series como un instrumento de representación específico de la fotografía, demostrando como estas se constituyen en estructuras de orden dialéctico que extienden los valores retóricos y la literalidad de las imágenes individuales. Probaré cómo mediante esta dimensión coral del acontecimiento fotográfico, el fotógrafo manifiesta su intención y como con ello se legitima como autor.

Será importante analizar como la consolidación de la serialidad –especialmente durante el Modernismo, con el impulso de archivo y la ambición narrativa de la imagen– contribuye a liberar a la fotografía de dos importantes servidumbres: la sumisión a los cánones estéticos y procedimientos de otras disciplinas visuales y la insistencia en vincular la función de la fotografía a un mero artefacto de la memoria. Este nuevo escenario hace necesario definir un espacio discursivo que pueda ser configurado según las especificidades del medio fotográfico, y que sea capaz de generar y transmitir significados.

Para ello, analizaré como mediante la manipulación de los parámetros de espacio y tiempo se los autores controlan las dinámicas internas de la serie fotográfica, que encontraran en el fotolibro un vehículo privilegiado de representación. 

Finalmente, veremos cómo los atributos relacionales del fotolibro con el espectador favorecen el encuentro de éste con la singularidad del acontecimiento fotográfico, provocan una revalorización cultual del objeto fotográfico y contribuyen a la legitimación de la función del fotógrafo como autor.

Series y repeticiones

Aunque en el código genético de la fotografía ya estaban preconfigurados desde su concepción, los atributos esenciales de su identidad, el reconocimiento teórico y la aplicación práctica de los mismos será un lento proceso dialéctico en la que se irán resolviendo históricamente las tensiones y contradicciones que limitan el acceso de la fotografía a un espacio discursivo propio. Por ello es oportuno comenzar por plantearse cómo y cuándo la serialidad adquiere carta de naturaleza como un elemento diferencial del lenguaje fotográfico.

Debido a la fidelidad de la imagen fotográfica y a la relativa facilidad del procedimiento para obtenerla, la cámara pronto se utilizó como dispositivo de registro y catalogación, propiciando que series y colecciones de imágenes se incorporasen de forma temprana al repertorio fotográfico, difundiéndose algunas de ellas como publicaciones de tirada reducida o coleccionables. ‘British Algae: Cyanotype Impressions’ (1843) de Anna Atkins y ‘The Pencil of Nature’ (1844-1846) de William Henry Fox Talbot son antecedentes de este primer impulso compilador de la fotografía primitiva, al que podemos añadir, por citar algunos ejemplos notables, las 20 vistas de Egipto tomadas por Francis Frith en 1858, las 781 placas con estudios del movimiento humano y animal tomadas por Eadweard Muybridge entre 1872 y 1887 o el inventario de personajes urbanos incluidos en las 36 fotografías de John Thomson publicadas por entregas en 1877 bajo el título de ‘Street Life in London’.

Sin embargo, estas colecciones de imágenes están lejos de constituir una unidad significante independiente, más bien son manifestación de la función instrumental que la fotografía tiene como referente de una realidad científica, respuesta a un interés social o comercial, o ilustración visual de un texto.

Señalar, a modo de ejemplo, como la curiosidad del público de mediados del siglo XIX por las ruinas arqueológicas y los lugares exóticos promoverá la figura del fotógrafo viajero, un recopilador de imágenes de lugares remotos que posteriormente se publicaran en formato de libro, fascículos o vistas estereoscópica, con las que satisfacer la creciente demanda de la audiencia.

Pirámides de El Geezeh. Egypt, Sinai and Jerusalem (1858). © Francis Frith

Por otra parte, en el ámbito creativo, los movimientos pictorialistas, que dominan la última mitad del siglo XIX, concentran en la individualidad y la artesanía del objeto fotográfico todas sus ambiciones artísticas, confinando el significado en los estrechos límites del formalismo y sus elaborados procedimientos. Sin duda este sometimiento de la fotografía a los parámetros de la pintura no solo revela un conflicto interno del medio, también es un indicio de la capacidad de mimesis de la fotografía, facultad que le ha permitido adaptarse con rapidez a diferentes espacios discursivos.  

Con lo anterior, podemos argumentar como, desde sus comienzos, la fotografía discurre simultáneamente por dos contextos discursivos divergentes, si en el primero la fotografía tiene un carácter utilitario y la imagen participa por su valor referencial o expositivo, en el segundo serán las reivindicaciones auráticas de los autores las que impulsen a revestir al objeto fotográfico de atributos foráneos al medio.

La referencia implícita a Walter Benjamin es intencionada, ya que será la llegada del Modernismo la que traslade la discusión sobre las singularidades y especificidades de lo fotográfico a otras áreas del pensamiento. Es un debate que tendrá continuidad en la obra de autores como Roland Barthes, Gisèle Freund, Pierre Bourdiex, Michael Foucault, Jacques Derrida, Rosalind Krauss o Susan Sontag, entre otros.

Como punto de partida, consideraré el argumento con el cual el filósofo británico Roger Scruton se incorporó a esta controversia en su celebre ensayo ‘Fotografía y Representación’ (1981), negando la naturaleza artística de la fotografía por la incapacidad intrínseca del medio para transcender al sujeto fotografiado. Según el autor, dicha limitación tiene su origen en la relación causal entre el sujeto y su imagen, circunstancia que excluye la posibilidad de que la fotografía pueda representar algo más allá de la apariencia física de las cosas. En su análisis, por el contrario, considera la pintura como un arte representacional, ya que la intención del pintor es condición suficiente para la representación de un sujeto o pensamiento, con independencia de su existencia real. Con la siguiente analogía, Scruton deja claro su escepticismo con relación a la fotografía: “hay una característica en común –el sonido– entre la música y una fuente, pero solamente la primera podrá ser descrita propiamente como Arte del sonido” (Scruton, 1981:578).

Sin embargo –y siguiendo la analogía de Scruton– tanto la música como la fotografía son disciplinas creativas expansivas, y su capacidad de representación se articula más allá del fragmento musical aislado o de la imagen individual. Del mismo modo que el compositor dispone la secuencia de sonidos, células rítmicas y melódicas en la estructura acumulativa de la partitura, organizando su discurso y pensamiento sonoro según las reglas de la armonía y la retórica musical,  la intención del fotógrafo no se limita en absoluto a la instancia singular de una toma fotográfica. Por el contrario, en las series y proyectos fotográficos encuentra la intención de los autores su medio de expresión más genuino, ya que les permiten articular la obra fotográfica –sea esta de carácter documental, conceptual o poético– en estructuras de representación autónomas y significativas.

En la serie fotográfica lo singular cede ante lo múltiple, cada imagen se constituye como una fracción de un todo que unifica y da sentido –por elusivo que este sea– al conjunto. La imagen fotográfica individual se incorpora a la serie como un fragmento. Participa del significado general, pero en ningún caso lo completa. Así, por ejemplo, aislada del conjunto, cualquiera de las fotografías del fotolibro ‘The Americans’ de Robert Frank, se convierte en una simple anécdota visual, ajena a la sensación de locura que Kerouac identificó en las “tremendas fotografías” que Robert Frank capturó recorriendo las carreteras de América (Kerouac, 1959).

Candy Store. New York City (1955/1956). The Americans (1958). © Robert Frank

Mientras el concepto de pieza maestra autónoma y discreta es algo propio del arte tradicional, el significado  de orden superior que emerge de la agrupación y secuenciación de las imágenes será algo distintivo de la fotografía moderna y contemporánea y que, según identificó Moholy-Nagy en 1932, está implícito en la naturaleza misma de la cámara: la respuesta del espectador ya no tiene que ver con las imágenes individuales, sino con “la idea general, las diferencias y similitudes entre las imágenes y el significado colectivo” (Moholy-Nagy, [1932] 2003:95).

Este mismo autor será quien presente el serialismo “como la «culminación lógica» del medio y como única forma de liberarlo de los cánones pictóricos” (Lugon, 2010:246). Será en este periodo cuando los fotógrafos –en particular, August Sander, Walker Evans y Berenice Abbott– comiencen a adquirir conciencia de la significación artística del proyecto:

“Sander convierte el proyecto en un criterio cualitativo, sugiriendo que la calidad artística de las imágenes depende no tanto de un valor estético intrínseco como de la presencia y de la fuerza de un programa que los engloba y da sentido” (Lugon, 2010:253) 

En la serie fotográfica, el significado no se encuentra confinado en los limites materiales de cada instancia individual. Adicionalmente a los valores simbólicos o connotados que para cualquier dispositivo visual se habilitan dentro de un marco cultural específico, en la serie fotográfica es posible establecer relaciones de semejanza y diferencia entre los elementos que la componen, lo que añade una capa de significación adicional que opera sobre el conjunto y afecta a sus elementos.

El “problema” de la repetición como mecanismo transformador del significado ya fue planteado por Kierkegaard, cuando se cuestionaba “si una cosa pierde o gana al repetirse» (Kierkegaard, 2009) y resuelto por Deleuze que sugirió como la singularidad de los individuos que se integran en un sistema múltiple y la comunicación entre sus disparidades contribuyen a la distribución del potencial del conjunto, la definición de su identidad y “asegurar su resonancia interna” (Deleuze, 1994:246). 

 Así, en la anterior fotografía de Robert Frank, no podemos atribuir la atmósfera de aburrimiento y expectación que sugiere la escena a ningún personaje en particular; no siempre es fácil determinar cómo opera este significado coral en la serie, ya que no siempre es evidente y legible. Posiblemente tenga algo que ver con ese tercer significado que nuestra » inteligencia no logra absorber, a la vez persistente y fugaz, suave y elusivo» (Barthes, 1977:54) , que Barthes denominó  «obtuso», y que en la serie opera como una especie de punctum colectivo, que se moviliza en el encuentro espacio-temporal entre las imágenes y el espectador individual.

Durante el último siglo, la experimentación de los autores ha sido avalada por un intenso debate teórico que ha permitido establecer los límites de la fotografía más allá del valor instrumental y considerar la capacidad coral de las series como el vehículo ideal en la representación de la intencionalidad del autor. Podemos comenzar entonces con el reconocimiento de la serie como una especificidad del medio fotográfico, una característica que forma parte de su proceso evolutivo y está en el centro de las reivindicaciones artísticas de la fotografía.

Espacio y Tiempo

Para definir un espacio discursivo para la fotografía, necesariamente tendremos que identificar cómo se produce la representación del hecho fotográfico en el espacio y en el tiempo, elementos que, por otra parte, ya están presentes en el propio concepto que pretendemos definir. Si, como hemos visto hasta ahora, la serie o proyecto fotográfico es la forma más natural de representación del medio, será conveniente reflexionar sobre cómo convergen y se relacionan estos dos atributos en la estructura fotográfica seriada.

A través del proceso de selección y ordenación desarrollado durante la edición, cada imagen justifica su presencia y lugar dentro de la serie por su capacidad de vinculación con los atributos temáticos, formales, estéticos o narrativos del conjunto y por la forma en que ocupa el espacio disponible. Los aspectos conceptuales, narrativos, ideológicos, poéticos y especulativos del mensaje fotográfico surgen de la organización de las imágenes dentro de ese espacio, de los vínculos que se establecen entre ellas y con los elementos estructurales del espacio, y de la relación de las imágenes con el espectador, y con ello la posibilidad de considerar el medio como un dispositivo de representación.

Según Brian O’Doherty, en las decisiones tomadas sobre la relación entre la obra artística y el espacio, «hay un pronunciamiento sobre cuestiones de interpretación y valor» (Doherty, 1999:24). Por lo tanto, este valor añadido al proyecto durante el proceso de edición es inseparable del propio acto de creación, y su delegación implica la cesión de la autoría del significado final de la serie.

La multiplicidad no es un atributo exclusivo de la fotografía. En el arte tradicional también existen estructuras compuestas –dípticos, trípticos, retablos, motivos ornamentales– donde la aportación de la parte al todo tiene más valor por su contribución al balance estético y formal de la obra de arte. Los elementos se incorporan por su carácter enumerativo y composicional, completando una obra concebida como una entidad estable, cuya ambición es mantener la esperanza en “la utopía, el equilibrio, la unidad y la belleza” (Jahnsen, 2020:300).

Tampoco podemos determinar el valor especulativo que O’Doherty identificaba anteriormente en las repeticiones de motivos y temas en pintores como Rembrandt, Cézanne, Monet o Mondrian ya que, concebidas como obras independientes, reiteraciones o evoluciones estilísticas, carecen de cohesión orgánica y su función no es generar un significado colectivo.

Sin embargo, se trata de un planteamiento más complejo para la fotografía, ya que la presencia y posición de una imagen en el espacio de representación de la serie y su relación con el resto de los elementos no está determinada exclusivamente por el valor compositivo. En la serie fotográfica, además de la vinculación de cada imagen a un lugar y tiempo concretos, la expansión y contracción de la concurrencia espacial y temporal entre los elementos que integran el proyecto dificultan una lectura lineal y acumulativa.

El modo en que la serie se despliega en el espacio físico (pared de la galería, página del libro o pantalla del smartphone) introduce un «pronunciamiento» del autor que genera contexto y significado. Así, la distancia entre las imágenes permite introducir dinámicas de movimiento, crear jerarquías y provocar tensiones, solapamientos y deslizamientos del significado. 

En las series fotográficas se produce un efecto de asincronía temporal que desafía el principal argumento de Scruton contra la capacidad de representación de la fotografía. El (determinado) aquí y ahora del acontecimiento fotografiado se convierte en un (indeterminado) allí y antes en la imagen o instancia fotográfica. Aunque cada instancia fotográfica es la consecuencia de un proceso óptico y químico de causalidad, la concurrencia de múltiples instancias en un espacio de visión compartido permite que surjan vínculos entre las imágenes que van más allá de la evidencia sugerida por la contigüidad espacial y la secuenciación temporal de los elementos de la serie.

Plate 175. Crossing brook on stepping-stones with a fishing pole and can (1887). Human and Animal Locomotion series. Eadweard Muybridge

Así, por ejemplo, la proximidad de los parámetros de espacio y tiempo en cada una de las imágenes de las series de Muybridge sitúan la relación entre ellas en el plano de la secuencia y el conjunto solo puede ser leído en términos cinemáticos. Grados menos compactos de separación de los parámetros espacio-temporales entre los elementos de una serie y su intersección en el espacio de visualización pueden provocar inestabilidades y desplazamientos en la legibilidad del conjunto, que se aproximan a lo que Foucault describió como heterotopías:

“La heterotopía es capaz de yuxtaponer en un mismo lugar real varios espacios, varios sitios que son en sí mismos incompatibles. [..] Las heterotopías suelen estar vinculadas a cortes de tiempo […] empiezan a funcionar a pleno rendimiento cuando los hombres llegan a una especie de ruptura absoluta con su tiempo tradicional» (Foucault, 1986:25)

Mediante la manipulación de los parámetros de tiempo y espacio, la serie desvela su naturaleza heterotópica, cuestionando el tiempo tradicional y simulando una continuidad virtual de acontecimientos incompatibles. Así, aunque no podamos concluir que exista una contigüidad espacial y temporal entre las 15 fotografías que componen la serie de Duane Michals ‘Take One and See Mt.Fujiyama’ (fig.4), la disposición secuencial de las imágenes –incluso sin el apoyo del texto– permite al autor un construir un relato verosímil y al espectador reconstruir una lógica de espacio y tiempo legible.

Take One and See Mount Fujiyama, 1976. © Duane Michals

Consideremos, a modo de ilustración de la relación espacial entre las imágenes de la serie, como las fotografías de instalaciones industriales tomadas por Bernd y Hilda Becher (fig.5), bajo rigurosos procedimientos de similitud formal, son mostradas al espectador en una configuración de cuadricula, que enfatiza y propone al espectador una lectura del conjunto basada en las semejanzas y las diferencias, donde paradójicamente la homogeneidad y estabilidad de conjunto, contribuyen a resaltar la individualidad de cada uno de los elementos.

Winding Towers (1966–1997). © Bernd y Hilla Becher

Por otra parte, August Sander deja clara su intención de situar ‘People of the 20th Century’ en unas   coordenadas temporales en el mismo título de la serie. Aunque los valores expresivos de cada uno de los retratos están dominados por lo estático de la pose de los sujetos, la organización circular de las 540 imágenes que conforman los 45 porfolios de la serie procura una estructura narrativa al conjunto, lo que, según George Baker, es fundamental para proporcionar una conciencia histórica, por oposición a la estasis de la imagen individual que parecería estar vinculada a lo antihistórico (Baker, 1996:72). El propio Sander era consciente del potencial unificador de las series:

“La fotografía es como un mosaico que se convierte en síntesis sólo cuando es presentada en masa” (Sander, 1951)

Conviene aclarar que el término serialismo es entendido en este trabajo en un sentido amplio y no esta reducido a la simple reiteración de imágenes con similitudes formales. Si como afirmaba Moholy-Nagi en la naturaleza de la fotografía está el producir significados que operan de forma coral, una serie será cualquier estructura organizativa de imágenes que puede contener la capacidad de comunicar un significado, sin excluir la participación de otros artefactos como elementos tipográficos, textos, yuxtaposiciones, layouts, etc.

Esta habilidad para transmitir un significado, según Scruton, correspondería exclusivamente a los sistemas de representación: “[..] Es cuando tenemos la comunicación de pensamientos sobre un tema que el concepto de representación se hace aplicable” (Scruton, 1981:581), lo que contradiría su negativa inicial a conceder a la fotografía la posibilidad de manifestar una intención. 

¿Deja esto en una situación problemática a las instancias fotográficas individuales, aquellas que no han sido inscritas por el autor en ninguna serie o que han sido separadas por la crítica, la industria o los propios autores de la estructura orgánica a la que pertenecían? Aislada del contexto estructural de la serie, la imagen fotográfica se instala en un espacio discursivo que le es ajeno, ya que el sometimiento a un análisis de sus parámetros formales, valores composicionales y lógica narrativa interna la sitúa en el ámbito de la tradición y despojándola del potencial ideológico que proporciona la serie.

Angeli Janhsen ha estudiado como la aparición de la serialidad en los procesos creativos contemporáneos responde a un cambio de paradigma histórico relacionado con una evolución ideológica y cultural. Esta transición supone el abandono del modelo compositivo anterior –cuya estructura armónica y organizada respondía a la necesidad de representar un orden jerárquico y utópico– para adoptar el serialismo, las estructuras aditivas y la intertextualidad como vehículos de representación de una ideología democrática e igualitaria:

 «La composición en el arte pertenece a la primera época moderna, la serialidad es contemporánea. Primero está el arte compuesto no simétrico, luego el arte serial no compuesto. Las cosas parecen naturales, pero son históricas. La composición significaba la única solución correcta, Dios, pensar en un todo único. La serialidad significa uniformidad e igualdad de derechos. Con respecto a la experiencia, la composición significaba tranquilidad y esclavitud. La serialidad significa libertad, falta de terminación; es secular, aditiva, azarosa, ampliable, indiferente» (Janhsen, 2021:309)

Como hemos visto en esta sección, los procesos de edición del proyecto fotográfico y de la configuración del espacio y tiempo dentro del marco de visualización de la obra tienen un impacto directo en la atribución de significado y por tanto son inseparables del acto de creación. Mediante el proyecto, pensado como expresión de una intención, el fotógrafo deja de ser el simple operador de una máquina de registro, y adquiere carta de identidad como autor. En la siguiente sección, y desde un punto de vista pragmático, analizaré como el fotolibro no solo constituye el espacio de representación privilegiado del proyecto fotográfico, sino que también habilita el encuentro singular entre el espectador y la obra fotográfica. 

Fotolibro: secuencia, posesión y distancia

Identificada la serie como una estructura específica del medio fotográfico y establecidas algunas características que favorecen la transmisión de sus valores, reflexionaré en este apartado sobre el fotolibro como espacio discursivo privilegiado para las series. Aunque para una definición precisa de dicho espacio discursivo sería exigible incluir una aproximación fenomenológica al ecosistema cultural, social o comercial que en los últimos años han constituido fotógrafos, diseñadores, editores, tipógrafos y público, limitaré mis argumentos al fotolibro como dispositivo integrador que permite la manifestación de la intención del autor, habilita la capacidad de representación del medio y facilita el encuentro del espectador con la singularidad de imagen fotográfica.

Para pensar en el fotolibro como agente mediador entre la intención del autor y la interpretación del lector, analizaré aquellas características que permiten al primero construir significado e influir sobre la experiencia emocional del segundo. Por ello, en primer lugar, consideraré la capacidad del fotolibro para vincular las imágenes de la serie en un discurso –narrativo, documental o poético– y posteriormente analizaré el efecto que la posesión y la distancia tienen en la recepción del fotolibro como objeto artístico y, con ello, la consolidación de la posición del fotógrafo como autor.

El carácter secuencial del libro favorece la incorporación de valores narrativos al proyecto fotográfico, satisfaciendo la ambición tantas veces proclamada por algunos autores de «contar una historia». En su análisis de la estructura narrativa, Barthes considera cómo “el resorte de la actividad narrativa es la confusión misma entre la secuencia y la consecuencia, dado que lo que viene después es leído en el relato como causado por” (Barthes, 2017:198). Barthes propone una división funcional de la narración y otorga una importancia primordial a cada función –“todo lo que esta anotado es por definición notable” (Barthes, 2017:193)– y considera cómo el hilo narrativo consiste en la capacidad del lector para enlazar los diferentes niveles funcionales en los que se articula la narración:

“Comprender un relato no es solo seguir el desentrañarse de la historia, es también reconocer ‘estadios’, proyectar los encadenamientos horizontales del ‘hilo’ narrativo sobre un eje implícitamente vertical; leer (escuchar) un relato, no es sólo pasar de una palabra a otra, es pasar también de un nivel a otro” (Barthes, 2017:191)

Mientras que en la narración textual la vinculación entre las funciones está relacionada con las acciones de los sujetos durante el tiempo narrativo, en lo visual cada imagen se percibe como una totalidad y la capacidad para generar una narrativa lineal entre las imágenes de una serie solo se puede garantizar por su contigüidad espacial o cronológica, o complementando los vacíos narrativos mediante otros artefactos significantes (textos, títulos, soporte material..).

Desde la perspectiva funcional y encadenada que propone Barthes, la narrativa fotográfica es huidiza y debe, más bien, entenderse como “esas técnicas que permiten sostener un discurso legible, introduciendo duración, movimiento y un sentido inevitable de pluralidad” (Baker, 1996:73). Apoyándose en la secuencia de las imágenes, los enfrentamientos y desequilibrios visuales, las repeticiones y variaciones de motivos, las tensiones formales y tonales se genera un ritmo visual, una sensación de movimiento que suscita en la imaginación del espectador los mecanismos para encontrar el sentido del conjunto:

“Parece como si entre las imágenes singulares de una página, de una página doble o del álbum en su totalidad hubiese conexiones directas. Pero no es el caso. Las imágenes se disponen según las leyes del azar. Es el cerebro, que busca relaciones o historias detrás de las compilaciones, el que las encuentra. Se trata de una función permanentemente activa” (Feldmann, 1941 citado en Guash, 2011:123)

Consideraré nuevamente “Los Americanos” de Robert Frank para ilustrar el modo en que las imágenes –y los autores– se resisten a las lógicas narrativas convencionales. Aunque esta obra podría catalogarse en la categoría de “viaje”, el autor no organiza las fotografías en el libro según el itinerario o la secuencia cronológica. Las fotografías parecen distribuirse a lo largo del texto marcando un ritmo sincopado, interrumpiendo cualquier conato de secuencia tan pronto como se vislumbra una progresión. Considerado un libro “difícil”, no existe unanimidad entre los comentaristas más allá de algunas cuestiones formales o la interpretación de ciertas imágenes, y podría ser oportuno tener en cuenta la propuesta del editor y diseñador de libros André Príncipe que sugiere que la narrativa en los fotolibros es el modo en “como se viaja desde la primera hasta la última imagen” (Badger, 2014:25). 

El libro se abre con una imagen que muestra la bandera norteamericana ondeando sobre la fachada de un edificio durante un desfile Hoboken en New Jersey, completando la escena dos personajes con los rostros ocultos en la sombra y detrás de la bandera respectivamente. La última fotografía del libro es una imagen fragmentada del coche con el que Frank recorrió las carreteras norteamericanas, en cuyo interior aguardan su esposa y sus dos hijos. Considerando ambas fotografías como los extremos del viaje, podemos afirmar que el libro discurre desde lo público hacia lo privado, reconociendo en este movimiento progresivo de rarificación social el impulso narrativo del texto. Así, la primera parte del libro está dominada por imágenes que pertenecen al ámbito de lo público (calle, eventos sociales, política, consumismo, racismo, etc..), mientras que en la parte final del libro encontramos las escenas más íntimas de la vida de americanos (parejas, familias, momentos de descanso, etc..). Sin embargo, esta progresión no permite construir un relato lineal, ya que la falta de continuidad formal y temática en la secuencia de imágenes cuestiona inmediatamente al espectador.

U.S.90, en route to Del Rio, Texas (1955/56). © Robert Frank

¿Por qué Robert Frank elige un dispositivo secuencial –el libro– para mostrar su trabajo? ¿Qué consideraciones estéticas o ideológicas orientaron cada una de las decisiones formales en el proceso de edición del libro? ¿De qué forma se despliega el significado a través de las páginas del libro?

Aunque el diseño del libro ha sido calificado como clásico, sin duda, el autor ha considerado la importancia retórica del espacio de la página evitando una confrontación directa entre las imágenes. No se identifica una dirección narrativa clara, ni el texto está dominado por la linealidad de un itinerario origen-destino.

Las complejidades y discontinuidades del texto, las recurrentes apariciones de ciertos leitmotiv (automóviles, gramolas, banderas, letreros…) y la indefinición visual (trepidación, grano, subexposición, etc.) de muchas imágenes revelan la naturaleza elíptica de la obra, donde el uso de la metáfora y el símbolo adentraban al documentalismo en un territorio desconocido hasta entonces, donde el libro se convertía en vehículo de dicha transición.

Este desplazamiento del documentalismo hacia la subjetividad precisa la incorporación activa del lector en el espacio discursivo de la fotografía. La accesibilidad y proximidad del fotolibro con el espectador crea las condiciones óptimas para que se produzca el pretendido encuentro con la singularidad del acontecimiento fotográfico. 

La definición del aura de Benjamin como la “manifestación única e irrepetible de una lejanía” (Benjamin, 2017:28)– y el concepto barthesiano de punctum como “ese azar que ella [la fotografía] me despunta (pero también me lastima, me punza)” (Barthes, 2007:65), inciden en la posibilidad de un encuentro singular entre la imagen y el espectador en el plano afectivo, que solo tendrá lugar si se produce un encuentro físico y próximo con lo fotográfico. Por ello, las características hápticas del fotolibro deben funcionar como catalizadoras de dicha predisposición emocional y ser mediadoras del encuentro.

Ciertamente, la observación y la experiencia táctil son los primeros mecanismos de relación que el individuo tiene con el entorno y facultan su acceso al conocimiento: el objeto ha de ser mirado, tocado, examinado y poseído físicamente en un proceso previo a la asimilación intelectual. Susan Sontag argumenta como en el acto de posesión del objeto fotográfico se completa la ambición de “volver a experimentar la irrealidad y lejanía de lo real” (Sontag, 2017:159).

En la materialidad de la fotografía se hace tangible la presencia de esa irrealidad representada, tocándola el espectador reduce la distancia de su lejanía y, eventualmente, puede acceder a una experiencia aurática del sujeto representado.

También hay que entender el valor de la posesión en la adquisición del significado durante el acontecimiento fotográfico. Desde la toma fotográfica hasta el álbum familiar, la apropiación y custodia de la imagen están implícitos en los distintos hitos del acto fotográfico. La imagen se captura, se transfiere, se copia, se compra, se vende, se conserva, se comparte y en cada intercambio se añade algo. El álbum fotográfico además de ser el repositorio donde se almacenan y relacionan las imágenes poseídas, es una entidad de carácter orgánico cuya función discurre en paralelo a la de su propietario, con quien establece un estrecho vínculo emocional.

Si consideramos el álbum familiar como un rudimentario antecedente del fotolibro, las similitudes entre ambos van más allá de lo formal –contenedores con páginas que se almacenan en estanterías– y lo funcional –archivar, organizar, secuenciar, visualizar series de imágenes. Es mediante la posesión y la manipulación de ambos objetos como el “lector/propietario” se dispone emocionalmente para el ritual de aproximación que posibilita el encuentro singular con el acontecimiento fotográfico en los términos descritos por Sontag anteriormente.

Aunque la posesión del fotolibro habilita el acceso a la experiencia, el lector debe progresar en el acercamiento intelectual y emocional al contenido. Mediante la aproximación física al fotolibro se generan las condiciones ideales para que su contenido penetre, persuada y deje una impresión en el espectador (Bayer, 1939:17). Matt Johnston identifica un modelo de lectura del fotolibro en ocho actos, que avanzan gradualmente desde lo superficial y externo hacia un estado de lectura asimilatoria donde el lector moviliza las conexiones que tiene “con otros trabajos, experiencias, acciones y relaciones” (Johnston, 2022:148).

Es un proceso de resignificación recursivo del acontecimiento fotográfico, donde cada lector participa desde su subjetividad, incorporando su propio “idiolecto visual”. Situado en el espacio privado del lector, el fotolibro se integra en su biblioteca y “liturgia” personal, generando un valor de culto único. Como en la biblioteca de Gabriela Cendoya (fig.8) –una de las mayores coleccionistas de fotolibros en Europa–, la estantería no solo es el altar y relicario donde el coleccionista atesora y venera sus títulos más apreciados.

La biblioteca es, sobre todo, una entidad orgánica en continuo crecimiento, un espacio jerárquico ordenado por afinidades o relaciones afectivas con ciertos fotolibros, y un tesauro personal donde los significados se acumulan “para hacer surgir nuevas relaciones distantes y [..] poner en dudas las aceptadas por el sentido común” (Eco, 2009:327).

Vista de la biblioteca de fotolibros de Gabriela Cendoya (2022). ©  Gabriela Cendoya

Sin embargo, la implicación directa del lector en la significación de la obra no supone la defunción del autor en los términos que Barthes propone. Aunque Barthes no se refiere explícitamente a la fotografía en su texto, su análisis sobre la despersonalización de la figura del autor es aplicable en las series fotográficas. Ciertamente, la correlación entre el “yo” de un predicado lingüístico y el “yo” mirada de una fotografía ofrece resistencia a la comparación. La identificación del lector con el “yo-narrador” durante la performance (lectura) de la obra literaria, no es tan evidente en la obra fotográfica. La fotografía no es performativa, ya que existe con independencia de la mirada del espectador.

En la serie fotográfica, la mirada del fotógrafo es atribuible y, por tanto, no es transferible al espectador. Aunque podemos reconocer la mirada de Robert Frank en “Los Americanos” como un episodio en su biografía y la justificación de el “aquí y ahora” de cada una de las 83 tomas fotográficas que componen el fotolibro, no hay un pronunciamiento “divino” por parte del autor. El lector construye significado penetrando las ambigüedades y fisuras que deja al descubierto la subjetividad del autor. Por ello, en el fotolibro se dan las condiciones para un dialogo entre la intervención del autor en un sistema cultural y el espacio privado del espectador.

La posesión, la distancia y las características hápticas del fotolibro facilitan al espectador el acceso a una experiencia singular de la serie fotográfica, el reconocimiento del impulso de la intención del fotógrafo y, con ello, la legitimación de su voz personal como autor.

Definir el fotolibro como un espacio discursivo específico para la fotografía es declarar su versatilidad para contener las aspiraciones tanto narrativas como poéticas de las series y proyectos fotográficos. El fotolibro no es un contenedor pasivo de imágenes ya que, además de permitir al autor controlar las dinámicas y tensiones que las imágenes generan entre sí, añade significado al conjunto. Finalmente, las relaciones de posesión y distancia que el fotolibro establece con el lector propician el encuentro singular con lo fotográfico, asignan un valor de culto al objeto y sitúan al autor en el origen del acontecimiento fotográfico.

Conclusión

La ambición de la fotografía de disponer de un espacio discursivo propio, un tiempo y un lugar desde donde proclamar su autonomía de otras disciplinas artísticas, se ha visto colmada en el reconocimiento de las series como la más genuina especificidad del medio, y en la adopción del fotolibro como eficaz dispositivo de representación. Integrándose plenamente en el acto fotográfico, el fotolibro tiende un puente entre la intención del fotógrafo y la experiencia del espectador.

Para el primero, el fotolibro es la tribuna privilegiada para la “expresión de un pensamiento unificado, asunto, posicionamiento, lugar o tiempo” (Johnston, 2021:19) y para el segundo –penetrado en su intimidad– se convierte en el punto de encuentro personal con la singularidad de lo fotográfico.  Desde posiciones estéticas, documentales o ideológicas, el autor se pronuncia e interviene el espacio físico del fotolibro para crear un tiempo narrativo o poético.

Por su parte, en el espectador recae la responsabilidad de crear un espacio y tiempo “litúrgico” para la recepción y resignificación del fotolibro. Desde esta perspectiva, el fotolibro tiene que funcionar como un espacio dialéctico, punto de encuentro donde el autor se pronuncia, pero que también se enriquece con las influencias y aportaciones del lector. Si esta transferencia de significados no se produce, el fotolibro se convierte en una banal mercancía, y será la certificación de la muerte del autor.

Referencias:

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