Carmen Dalmau reseña sobre ‘Siempre van solos, los bichos’, un fotolibro de Laura C. Vela y Suso Mourelo, inspirado por el pueblo minero de El Centenillo. Una colaboración de las editoriales Muga y Comisura.

En la disputa con Poseidón, Atenea clavó su lanza e hizo surgir un olivo que regaló a los mortales. El color del aceite de su fruto es como  el oro líquido. Es un bálsamo para las heridas, luz para las noches y alimento para el cuerpo. El paisaje de este cuento de bichos comienza con la voz de seis troncos retorcidos hermanados con la luz de otros paisajes mediterráneos. Un día, el gris oscuro del plomo movió la montaña para horadar sus entrañas y cubrió el verde plateado de sus ramas con ocres húmedos de tierra oscura. 

La portada de color castaño y unas letras de plata son la constante cromática de ‘Siempre van solos, los bichos‘. A veces surgen algunas notas de amarillo, de verde otoñal o de verde esmeralda tras la lluvia, junto a la sorpresa de una rosa roja.

El poblado minero de El Centenillo ya fue explotado por los antiguos romanos, luego por los británicos y finalmente los últimos propietarios de sus minas de plomo lo abandonaron dejando casas vacías en las que se cuelan el olor a lluvia y los escarabajos.

© Laura C. Vela

Laura C. Vela y Suso Mourelo han compuesto un libro sobre las ruinas de un antiguo poblado minero enlazando imagen y palabra.  Minas de plomo que fueron de plata, como la plata  de los grises  en las fotografías de archivo de los últimos mineros con los que se abre el relato.

El antagonismo entre imagen y palabra es difícil de resolver de forma sabia, pero Carol Caicedo, mediante el ejercicio de diseño, consigue una densidad de imágenes que no se impone al peso de la grafía del texto. Una voz poética y el ritmo del recitado, una cadencia de espacios vacíos o plenos  mantiene la coherencia interna. 

Las voces de quienes alguna vez habitaron estos lugares permanecen suspendidas en el aire, atrapadas en remolinos sobre campos y cancelas. Los bichos, las aves, la vegetación se han apoderado de las casas y han sepultado las minas que conversan con sus ecos en un diálogo silencioso y animista.

La fotografía inicial que presenta dos arcos en ruinas que enmarcan el paisaje posee un tono documental clásico y poco a poco se abre a imágenes más poéticas, en tensión de dos modos de entender la función de la imagen.  Quizá el pórtico en ruinas abierto al paisaje sea un recurso para el comienzo erase una vez que se era. Sin embargo, el tono documental gana a veces la partida. 

Pareciera que el relato condiciona el sentido de la imagen  pero las fotografías alcanzan un significado propio. El libro se forma  como un palimpsesto.  Hay que ir descifrando la lectura debajo de las imágenes así como las imágenes que ocultan las palabras. 

Múltiples voces encierran estas páginas. Voces poéticas, documentales, de inventario, antropológicas, mágicas, místicas, melancólicas, resistentes.

Higos y caracoles, escarabajos y rabilargos, voces de la tierra que ocupan el espacio.

© Laura C. Vela

Y cuando pensábamos que solo encontraríamos ruinas y abandono en esta tierra descubrimos que  aún quedan hombres apoyados en el quicio de la puerta, mujeres que parecen salidas de un cuento de hadas y una niña cubierta con seda se ensucia las piernas en un jardín y lleva los ojos al amanecer. Un perro atraviesa un campo de fútbol desvencijado, regresa la soledad y el abandono.

En el libro, las más de las veces, las palabras son un anticipo de la imagen, como la damita cubierta de insectos que quiere acercarse a ver las ondas del lago, otras  veces son las imágenes las que se adelantan al relato, muy pocas caminan acoplando sus pasos.

El escarabajo pelotero, el escarabajo rinoceronte, el ciervo volador evocan seres míticos de otros tiempos y de otros naufragios, que perciben la caricia de las pisadas o el latido de quien golpea la tierra. 

Las mujeres forman parte de esta tierra junto a los bichos; abuelas fuertes de manos ásperas, chiquillas con sus dedos en la masa de las rosquillas a las que les gusta hacer fotos. El recuerdo sesgado e imaginado acoge a personajes que retornan y cuentan su historia, da la palabra y el rostro mediante el  retrato de aquellos que nunca se fueron. Pequeñas historias, grandes en su esfuerzo por continuar con la cotidianidad tras el abandono, el forzado exilio y la emigración.

Aparecen hadas que crean la Vía Láctea dejando escapar de cajas de laca trescientas estrellas y antiguos vigilantes de la mina que se mantienen alerta, mimetizados con los prados, por si llegan las aguas al pozo. Mientras esperan dialogan con los pájaros y recogen florecillas humildes de los campos.  Y la damita danza ondeándose con un ligero temblor como las hojas del arce.

El gato de Cheshire y el barón rampante forman parte de este bosque ingenuo donde todos los personajes parecen tener buen corazón y bondad de carácter. Y los escarabajos peloteros son un Sísifo condenado eternamente a subir una roca a lo más alto de la montaña. 

© Laura C. Vela

Palabras e imágenes conviven en un proceso continuo de metamorfosis. Consiguen rememorar la vida del Centenillo fuera del tiempo de los relojes. Las imágenes contribuyen a generar un espacio ajeno al espacio terrenal, un espejismo que late con seres que no parecen de este mundo y brilla con las babas de los caracoles que marcan miles de caminos posibles. 

Si la  damita se encontrara con la sonrisa del gato de Cheshire le podría preguntar:

¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?

Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar.

No me importa mucho el sitio…

Entonces tampoco importa el camino que tomes

Pero la damita no desea abandonar el lugar donde habitaron los olivos.

© Laura C. Vela
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