Humphrey Jennings se puede considerar una de las cumbres del cine documental, huyendo del tono propagandístico y las imágenes épicas. Es un «reportero poeta» que dirige la mirada hacia el ciudano cuyo heroísmo consistía en convivir con la guerra. Con este autor, Nacho Moreno despide su serie sobre el cine documental, cuando éste alcanza su particular edad de oro.
La Segunda Guerra Mundial constituye un escenario privilegiado para entender cómo el cine documental, haciendo uso del acopio de recursos conseguidos en apenas veinte años de existencia, es capaz de leer el mismo mundo de muy distintas maneras. En este contexto, el cine de Humphrey Jennings aparece como una mirada absolutamente novedosa. Un acercamiento poético a la realidad desde el humor y la capacidad de sorpresa.
Que John Grierson nunca diera excesiva importancia a las capacidades artísticas del cine queda bien atestiguado, entre otras cosas, por los más de cinco años durante los cuales Humphrey Jennings colaboró con él sin llegar a dirigir una sola película. Atraído por el cine como “material plástico”, trabajó en la GPO Film Unit como diseñador escénico, fotógrafo, montador e incluso actor. Intelectual, introductor del surrealismo en Inglaterra, poeta y pintor, artista sobre todo, era considerado por el padre del documental social “un diletante”.
Pero estalló la guerra, y fue entonces cuando Jennings apareció de improviso como alguien capaz de mirar la realidad con otros ojos y, sobre todo, de reflejarla a partir de una orientación completamente nueva.
La ocasión de demostrar su genio surgió a los pocos días de la declaración de inicio del conflicto en Gran Bretaña, cuando, debido a la urgencia de producción desatada en esos días, codirigió con Harry Watt y Pat Jackson, hombres de la escuela de Grierson, un modestísimo cortometraje titulado ‘First Days’ (1939). La película, un reportaje que quería reflejar los cambios sufridos en Londres tras los recientes acontecimientos, fue todo un éxito, y Jennings pudo dirigir, de nuevo junto a Watt, ‘London Can Take It’ (1940).
Que la originalidad de estas dos películas se debía a la mano de Jennings se pudo comprobar en sus siguientes títulos, que llegan a una primera plenitud de estilo en ‘Listen to Britain’ (1942), con la que el director alcanzó reputación mundial. El resto de su obra –rodada entre 1939 y 1949, y dedicada exclusivamente a la guerra o a sus secuelas– constituye una de las aportaciones más originales, modernas e influyentes del cine propagandístico, del reportaje de actualidad y del cine documental de todos los tiempos.
La primera constante que define las películas de Jennings es el objeto al que miran sus retratos, la novedad de su enfoque, completamente alejado del modelo de cine de propaganda o del típico reportaje o documental de guerra. Para Jennings, el corazón del conflicto no está en el frente, sino en la vida de los que lo padecen sin haber sido arrancados de sus casas.
El protagonista de sus películas es el ciudadano inglés, hombres y mujeres que viven sus rutinas cotidianas. La guerra aparece como el escenario absurdo, surreal y violento, que se ha instalado en el gran teatro del mundo como una escenografía disparatada.
La guerra es el telón de fondo, el marco hostil donde los espectadores de las películas de Jennings podían reconocerse y descubrirse a sí mismos. Jennings, antes pintor que propagandista, no pretende arengar a las masas con mensajes de valor y de lucha, sino actuar como un “reportero poeta”, un hombre que observa los comportamientos de los hombres sometidos a una situación extrema. Que contempla y muestra.
De este modo dibuja el contorno de la vida diaria de una gente que continuaba charlando del tiempo, paseando por las calles –ahora en ruinas–, haciendo la compra y asistiendo a conciertos, trabajando y disfrutando de su ocio aun en medio del paisaje terrible de una guerra.
Jennings compone retratos de la conducta de hombres y mujeres que de alguna manera muestran, entre tanta locura, lo que en nosotros hay de más humano. Las películas tuvieron un enorme éxito de público y cumplieron su fin propagandístico de forma novedosa: por un lado mostraba la barbarie de un agresor que atacaba a la población civil, y por otro dignificaba y reforzaba a un pueblo que, ante una agresión violenta, mostraba toda su civilizada nobleza.
Al contrario de lo que era práctica común en los noticiarios de la época, en estas películas nunca se incita el odio al enemigo. Ni siquiera se le presta particular atención. Preocupado sólo por mostrar el modo en el que el pueblo sabe afrontar la crisis, en la mayoría de ellas se lo ignora.
Jennings aporta otras novedades a través de su obra. Su estilo presenta características muy peculiares, formas y acentos que se pueden asociar a su vinculación a las vanguardias, especialmente al surrealismo. Quizás la más notable de estas notas sea su gusto por descubrir el contraste y la asociación sorprendente o extravagante, su capacidad para dirigir la mirada sobre la realidad más prosaica y hacernos ver allí el detalle chocante, la oposición inesperada o la asociación curiosa.
Para mostrar su talento, Jennings no necesitaba tanto la violencia de la guerra cuanto su absurdo, su capacidad de transformar el mundo en un enorme teatro de sinsentidos.
Sólo durante la guerra los comerciantes barren de las aceras cristales en vez de hojas, o se puede entrar en las tiendas por el escaparate, o los percheros de las cafeterías están llenos de cascos. Sólo durante la guerra una mujer abre la puerta de su casa para recoger la botella de leche, y comprueba por unos instantes no ya el estado del tiempo, sino que el edificio de enfrente ha desaparecido. Sólo durante la guerra Jennings pudo descubrir imágenes así, y es durante la guerra cuando irrumpió su genio y cuando realizó lo mejor de su obra. Cuando pudo, con tanta curiosidad como serenidad, observar detalles ocultos para el resto y detenerse en hallazgos conmovedores o curiosos con afecto y humor, mirándolo todo con enorme ternura.
Las películas de Jennings están llenas de estas pequeñas, un poco juguetonas observaciones, que permiten una segunda lectura de todas sus películas. ¿Qué hay más surrealista que un museo de cuyas paredes cuelgan sólo marcos vacíos?
Esta imagen, presente en varias de sus obras, habla sin duda de la amenaza de la guerra, de su barbarie, de la nobleza del pueblo inglés y su amor por la cultura, de su carácter de depositario de valores auténticamente humanos. Pero la obsesión del autor por estos planos no deja de decirnos que estamos invitados a sorprendernos con él, a recrearnos de nuevo en la visión trágica y divertida, decididamente absurda, de la National Gallery llena de cuadros sin cuadro.
Ante las características peculiarísimas de una mirada así, el texto hablado se fue haciendo paulatinamente innecesario. ¿Cómo comentar estas imágenes sin caer en la redundancia o sin estropear su encanto?
Ya en ‘London Can Take It’ se hace evidente que la palabra resulta en ocasiones inexpresiva o grotesca al tratar de explicar o comentar lo que sólo puede contemplarse, y que el sutil mensaje propagandístico que transmiten sus imágenes –pese a la amenaza de los bombardeos Londres sigue con su vida cotidiana sin caer en la desesperación o el pánico; los londinenses pueden soportarlo– queda con el apoyo verbal excesivamente henchido. Pero el lenguaje de Jennings se depura y en ‘Listen to Britain’, obra ya madura, no existe comentario.
El sonido y la música adquieren, en correspondencia, una mayor importancia, y Jennings se convierte en un experimentador de la banda sonora empleando ruidos y sonidos cotidianos, música popular o música clásica en cuyo marco solemne encuadra muchas de sus escenas.
Por otro lado, el gran observador del ciudadano inglés comienza a confiar la palabra a sus protagonistas, y a hacer un uso cada vez mayor de diálogos improvisados, generalmente sobre temas intranscendentes, así como de pequeñas escenas representadas.
Se ha hipotizado sobre si Jennings fue capaz de captar el estado de ánimo de los británicos en una crisis o si fue su obra la que contribuyó a establecer ese modelo de conducta. En cualquier caso, lo que es cierto es que el público respondía a sus películas con entusiasmo. Era el único director que les ofrecía la posibilidad de verse reflejados a sí mismos.
‘Listen to Britain’ (1942)
La peculiaridad del estilo del director se muestra en esta obra antes de que aparezca el primer fotograma. El dibujo sobre el que se van impresionando los títulos de crédito representa un violín y un fragmento de partitura junto a un cañón antiaéreo –primer contraste–. Pero lo más sorprendente es el sonido que acompaña a esta imagen, que no serán ni cañonazos ni violines, sino un toque de trompeta y un redoble militar acompañado de murmullo de voces: gentes hablando, niños riendo, los ladridos de un perro. Acabamos de entrar en el mundo de lo cotidiano de Humphrey Jennings.
La película está compuesta por una serie de breves escenas, independientes entre sí, que describen momentos de la vida de los británicos a lo largo de 24 horas. Su intención, como la de la mayoría de las obras de su autor, será exaltar la capacidad del pueblo inglés de hacer frente a las penalidades de la guerra.
En concreto, ‘Listen to Britain’ presenta a un pueblo capaz de disfrutar de la música, de cantar y de bailar, a la vez que vive con normalidad el día a día y trabaja por el fin de la guerra. Los temas recurrentes serán la solidaridad y el trabajo común en la defensa, la actividad industrial y la fabricación de armas y, sobre todo, la música.
Las canciones populares de la época acompañan toda la narración, pero también aparecen bailes, conciertos, bandas militares, canciones interpretadas de modo espontáneo por distintos personajes.
Se nos muestran los comedores de las fábricas en los que Flanagan y Allen entretienen a los trabajadores, y de los lunchtime concerts que Myra Hess interpreta junto con la orquesta del ejército del aire. Se nos cuenta la importancia de la radio, y cómo un grupo de trabajadoras irrumpen a cantar en una fábrica, en medio del trabajo, cuando por los altavoces comienza a sonar una canción de moda.
Todo ello en apenas 19 minutos de narración, sin ningún comentario, sin más palabras que las de algún diálogo intranscendente e imprevisto y la voz de la radio que da entrada, de nuevo, a nueva música.
Los característicos retratos cotidianos de Jennings constituyen la base de cada uno de los brevísimos cuadros. (Amanece y la ciudad despierta con las notas de un conocido tema de la época. Un señor sale de su casa y recorre la calle con paso decidido para dirigirse a su trabajo. Pero bajo su brazo lleva, junto a la cartera, un casco).
Otros fragmentos están más elaborados, construyendo débiles historias. (Una mujer mira por la ventana y contempla a un grupo de niños bailando a corro en el patio del colegio. Luego mira a la fotografía de su esposo. Los niños siguen bailando, pero la música es ahogada por un grupo de tanquetas que irrumpen en la calle).
La música, como no podía ser de otra manera, contribuye a la creación de asociaciones y contrastes a los que el director es tan aficionado. Mientras suena el piano de Myra Hess, se nos muestran los cristales rotos del auditorio, pero luego la música lo abandona y se da una vuelta –cómo no– por los marcos sin cuadro del museo, por los monumentos de la ciudad y por el transitar por sus calles de los londinenses, ennobleciéndolos con la belleza de sus notas.
La música va a la zona industrial de la ciudad y suena entre las chimeneas de las fábricas, hasta que finalmente entra en una de armamento en plena ebullición, y el fragor de las máquinas la acaba enmudeciendo.
Es en las escenas de fábricas, muy abundantes, donde el gusto vanguardista de Jennings se hace ver en el juego de sonidos y de formas. Pero sobre todo destaca en una escena magistral, casi al comienzo de ‘Listen to Britain’. Una escena y un plano que condensa y expresa todo su genio.
Atardece sobre la costa. Todavía se oye el rumor de los aviones que abrieron la película –volaron sobre los campos y el ruido de los tractores rivalizó con su ruido– mientras vemos la orilla de la playa.
Dos voluntarios de la defensa antiaérea, sentados en un banco, contemplan la puesta del sol sobre el mar, mientras el zumbido de avión desaparece y aumenta, poco a poco, el sonido de música de orquesta. Otro voluntario se pone su tres cuartos. La música es más fuerte y conocemos su origen: un cartel nos anuncia que se celebra un baile.
Cientos de parejas se desplazan en círculos sobre una pista inmensa. Una chica ha recibido un billete, lo lee y ríe algo azorada mientras se lo comenta a sus amigos. Otro chico –quizás el autor de la nota– habla en la barra. Y es entonces cuando, con un golpe de música, volvemos a la pista. Es un plano más corto, en el que las parejas entran por la izquierda del cuadro y se deslizan hasta salir por la derecha. El plano se mantiene. Se mantiene más de lo que cabría esperarse. Se mantiene y repentinamente se convierte en una visión hipnótica y subyugante.
Los bailarines barren la pantalla velozmente, atraídos por una fuerza poderosa y extraña, como un caudaloso río de humanidad incesante. Distinguimos que algunas de las parejas están compuestas sólo por mujeres: estamos en guerra. Pero la danza sigue, ritual y constante, como un flujo en continuo movimiento, como la misma vida.
Este plano dura 35 segundos. Jennings no necesita decirnos más.
Abandona la sala con un plano general y vuelve a los voluntarios, que vigilan sobre el mar permitiendo que la mágica danza continúe. Que prosiga este misterioso desfilar de humanidad apresada en los estrechos márgenes de una pantalla.
Fundido a negro.