Las afinidades [s]electivas

Un marco, un límite, o un tránsito…

No sabemos cuándo se encerró por primera vez el dibujo entre cuatro trazos.

Los ciervos y los bisontes corren delante de los cazadores, en las cuevas de nuestra prehistoria, libres de toda barrera que pudiera frenar su ímpetu. Pero en algún momento de la historia humana, los ciervos y los bisontes topan con otro trazo extraño a ellos, hostil a su deseo de supervivencia, claro aliado del peligro. Y aunque los animales no estén en estado de persecución también se les impone un cerco, ¿tal vez, entonces, para protegerlos? Los límites pueden ser frontera, disuasión, prohibición. Pero también escudo protector.

El dibujo infantil desborda casi siempre de sus límites, los del propio papel que lo sostiene, en el muro o el suelo; el niño no plantea ninguna barrera a la libertad de su trazo; es un impulso no domesticado el que guía la orden medio-inconsciente que su cerebro da a la mano. La creatividad del niño es transgresora por naturaleza. O mejor dicho, es aún ‘salvaje’, no educada.

¿En qué pensamos cuando enmarcamos una obra de arte?

La primera idea es aislar y realzar, diferenciar el espacio del arte dentro de otro espacio, el del espectador, por ejemplo un museo, una galería, estos últimos ya aislados de la calle, del espacio público y banal. Se le da más importancia a la pieza artística que a lo que la rodea y al mismo tiempo se la preserva de cualquier posible contaminación; está colocada en un sitio privilegiado al tiempo que escondida a miradas no aptas: ¿profundo respeto o elitismo en toda regla?

El marco no dejó nunca de transformarse, de buscarse la vida alrededor de nuestras creaciones, desde el trazo puro hasta el marco finísimo, pasando por el más barroco, historiado y a veces cursi. Ya inventada, esa ventana contenedora, protectora, también elitista o castradora, no ha dejado de interrogarse acerca de su sentido y su utilidad.

La fotografía siguió las modas de la pintura o el dibujo, aunque nunca fueron sus enmarcaciones tan lujosas ni llamativas. También se dejó tentar por la idea de protección y por un cierto afán elitista. Las imágenes casi siempre se encerraron en márgenes y marcos: cuadrados, rectangulares, ovalados… Hasta que estos se empezaron a obviar y se llegó a un enmarcado sutil e invisible: la foto a sangre montada sobre bastidor.

Hoy una pintura o una imagen puede estar impresa en papel y clavada con chinchetas en la pared. ¿Cómo se entiende esa especie de ‘sacrificio’ en el espacio público –a veces, efectivamente, en la calle– ? ¿Hemos recobrado la libertad del niño y del hombre de las cavernas o esas nuevas formas quieren significar la aceptación del contagio, de la promiscuidad y de la interacción?

Los creadores de land art raras veces se imponen límites, su lienzo es el entero paisaje. Y las palabras y gestos de los performers retumban en oídos y ojos hasta de quien no los escucha.

¿Qué significado darle a la mutua invasión de marco e imagen (Peter Beard, Max Pam, Tacita Dean, el mismo Kentridge)? Vuelvo al tránsito, a los pasos dados, a los vaivenes entre territorios hasta entonces estancos, entre lo de dentro y lo de fuera. “Todas las formas de actividad humana son susceptibles de incorporarse como acciones artísticas”, afirma Juan Luis Moraza [1] en su ensayo ‘Ubicuidad del límite. Arte absoluto’. Y Joseph Joubert  [2] escribía ya, en sus meditaciones publicadas en 1838, a propósito de Balzac: “Balzac sobrepasa el fin, pero conduce a éste; detenerse en él depende sólo del lector, aunque el lector vaya más allá”. El espectador, cuando mira, ¿necesita también eludir las posibles fronteras, jugar a la intromisión de la vida, a la suya propia?

Aleluya si el arte es otra vez interfronterizo, si puede ensuciarse, mancharse con otras formas creativas, relacionarse directamente con lo cotidiano, contaminar nuestras deficientes vidas y dejarse impregnar por ellas; no estar prohibido al no apto, entrar a saco. Encontrarse, como dice también Moraza, “en las turbulentas relaciones con lo diferente”. Esto señala, forzosamente, una mezcla y una transformación, una respiración más universal, una implicación con lo real y hasta una intervención en él. ¿No llegan a superponerse, en ocasiones, el artista y el denunciador social (Santiago Sierra, Ai Weiwei, algunos performers)?

Aleluya si no lleva sin embargo a vulgarizar lo sagrado de la creación, su núcleo íntimo y secreto, si no induce a profanar el espacio místico que requiere siempre de silencio y ensimismamiento.

[1] Juan Luis Moraza: Revista de Occidente nº 441, febrero 2018.
[2]  Joseph Joubert: ‘Sobre arte y literatura’. Periférica.