Las afinidades [s]electivas

Al hilo de un artículo de Nerea Arrojería en Lur hace ya unos meses, fui remontando un río que me llevaba a un poema de Luis Cernuda; unos versos que siempre me cuesta reencontrar aunque los tenga eternamente presentes en la memoria. 

En ese poema, Cernuda se dirige a alguien que ha de venir, alguien que él no conocerá y es sin embargo el destinatario único –y universal– de su mensaje. Una persona que leerá sus versos como si leyera las líneas de su propia mano y los meandros de su propia andadura; y aquello indecible anidando en su alma. 

“Cuando en días venideros […]

lleve el destino
tu mano hacia el volumen donde yazcan
olvidados mis versos, y lo abras,
yo sé que sentirás mi voz llegarte”. [1]

Cernuda descendió el río y parece que Jonas Mekas estuviera remontándolo: “Todos los que vivieron antes de mí, todos los poetas, trovadores, todos los científicos, todos los santos… Hicieron todo para que la humanidad se volviera más sutil y más hermosa. Así que no puedo traicionarlos. Intento continuar con su trabajo. Estoy con ellos. Estoy contigo que viviste antes que yo”.[2]

La historia, en su memoria infinita, está tejida de hilos invisibles que constantemente entrelazan los hombres. Casi no pesa, ninguno de ellos, pero el ovillo que forman es un bosque inconmensurable y extremadamente compacto, casi pareciera indestructible. Constituyen todos ellos una red inextricable de enlaces imantados hacia una meta, un destino; y así parece evocarlo también Pascal Quignard hablando de “solidaridades misteriosas”. 

Yo contemplo ahora los estragos del tiempo, o de la mano humana vengadora, en unas fotos llenas de desgarros, tachones y arañazos; caras destruidas, aniquiladas, o directamente absorbidos en un necesario vacío; parejas segregadas y expulsadas al olvido, criaturas desvanecidas, compañeros desterrados. “El individuo simbólicamente borrado de la historia en una clara condena de su memoria (damnatio memoriae)”, escribe Arrojería.

Como si de una insoportable anomalía se tratara, me duele la contradicción entre las intenciones primeras –tal vez el amor, tal vez sólo la familiaridad– y la atroz separación que se produjo años más tarde –quizá el odio, el distanciamiento o el imperturbable ensañamiento de Cronos–. Esas agresiones representan, sin duda, una realidad mayor que la de la propia representación fotográfica: esto sí es la vida en su amargura, esto sí son los concretos daños del tiempo o, en algunos casos, de la mente humana y su crueldad. Porque el tiempo nos desgasta y hasta nos mutila, y los seres humanos son a veces despiadados. Estos manchones y rayaduras son la realidad, empañando –hasta contradiciendo– la representación siempre falsa que nos ofrece la fotografía.

Una obra, una foto, tiene vocación de mensaje llamado a ser recogido, ahora mismo o dentro de diez, cincuenta años. Es una voluntad de perpetuarse en el futuro, en un espectador futuro. Pero una imagen agredida ya no transmite el mensaje pensado y expresado, porque se ha adulterado; ha sido desfigurado y ha devenido en impostura, en simulacro. Un hilo destinado a atravesar tiempos y generaciones palidece, se desagrega y se rompe; y el destinatario del amor, del afecto, ya no sabrá nunca de ello. Todo perece en un naufragio, un definitivo naufragio, una devastación –espacio vuelto vasto y estéril, hecho desierto–. 

A propósito de un libro del fotógrafo Ulrich Lebeuf, lleno de imágenes con formas borradas por una lluvia de polvo volcánico, Fabien Ribéry habla de “una familia en las cenizas del tiempo”[3] y aún de “la periferia de los sueños abortados”. Algo de eso hay en las caras vandalizadas. 

A la inversa y como Mekas, algunos remontan los ríos desaguados hasta donde un día manaron, y suturan la herida provocada por el olvido o el abandono. Imprimen libros con fotos de desconocidos perdidos en la leonera de las basuras –el capharnaüm de las pequeñas historias familiares–, redimiendo así el sacrilegio cuando vuelven a enhebrar el hilo roto. Hace unos años escribí: el tiempo no se va, el tiempo siempre vuelve sobre sus pasos; recoge sus viejas pertenencias y hace con ellas ropas nuevas. Sólo se trata de ser paciente… Pensamos entonces en esas existencias extraviadas un tiempo, saltando como pálidos saltamontes sobre la hilacha de los años.

Retomando otra frase de Ribéry a propósito, creo, de un libro de Raymond Meeks: ‘Habitar, arder, desaparecer, renacer’. Renacer. “Ministerio de la imagen perdida”. Gracias a los rescatadores.