Las afinidades [s]electivas

Durante meses, estuve contemplando una colina de Lisboa, la que se veía desde la Calzada do Monte, desde la ventana donde María despertaba al mundo cada mañana. Cambiaba el cielo sobre el Castelo de San Jorge, y también cambiaban las copas de los árboles crecidos en las pequeñas plazas alrededor. De lejos, todo parecía igual a sí mismo, es decir a lo que había sido un día antes y a lo que sería un día después.

Ahora estoy mirando otro paisaje, el del mar Cantábrico. A Gabriela le gusta hacer dípticos, a veces trípticos con el cielo encajada en la ventana, el mar y las sábanas arrugadas de sus despertares. Se mueven imperceptiblemente, de un día para otro, las pequeñas barcas en la bahía y las nubes visten distinto según el estado de ánimo del día, a veces sombrío, otro día reluciente. Cada noche, el sueño arruga las sábanas de forma distinta.

Desde un lugar de Japón, Hoshimaru me deja ver un trozo de su calle, la que da a un río. Siempre la misma toma, pero cruza gente distinta, o no cruza nadie. Puede que haya nevado, o que pase algún ciclista, o que haya niños jugando, puede que haya gente asomada a la barandilla que bordea el río, o que la lluvia salpique algún paraguas.

Un día que estaba pensando en esto, en esas reiteraciones, nos dejaba William Hurt; y alguien en Facebook me recordó esa escena inmortal de ‘Smoke’, esa en la que Harvey Keitel (Auggie) le enseña sus álbumes de fotos a Hurt (Paul): varios, con la misma toma repetida, la misma esquina de la misma calle. Solo cambian los que transitan por ella. Y Paul no entiende. Auggie le  habla de la lentitud, del saber pararse a mirar, y Paul sigue sin entender hasta que su mirada se fija en uno de los paseantes, una mujer, conocida, amada, que ya no está…

© Gabriela Cendoya

La repetición es una práctica sorprendente. O te aburre o te ayuda a meditar acerca del tiempo, por ende también acerca del espacio. En el que hace la toma puede que persista esa utópica idea de anclar el tiempo; o, al contrario, la de contemplar la inexorabilidad de su paso sobre una parte del mundo, siendo él el punto fijo. Aunque, ¿quién dijo fijo? Algunos conocen muy bien a qué juega, el tiempo: así que dentro de un envoltorio casi idéntico a lo largo de los días, observan detenidamente, con calma, con la constancia necesaria, lo que cambia de su percepción, de su estar, de su evolución respecto de las cosas. El enfrentarse cada día a lo que te rodea con espíritu de explorador deviene una meditación activa, agudiza la consciencia de lo que es tu sitio en el gran universo; así la reiteración de una toma añade a tu identitario: tu eres de aquí, perteneces a este territorio. Aunque el tiempo, el implacable dictador, esculpa las cosas y también nos cincele a nosotros, con paciencia y sutileza, imperceptible y continuamente.

Ya lo decía Gottfried Leibniz en el siglo XVIII: no hay una mónada que sea igual a otra, eso vale para ti y también para lo que contemplas reiteradamente. En algunos casos, el paisaje deja sitio a otro no menos cautivador, el del cuerpo humano. Así, durante años, Pere Formiguera sentó frente a él, en el mismo sitio, con la misma luz, miembros de su familia y algunos conocidos; Nicholas Nixon no deja, año tras año, de retratar a su mujer junto a sus tres hermanas, las ya muy conocidas hermanas Brown; nos hacemos selfies complacientes cada dos por tres mientras otros se autorretratan sin piedad delante del objetivo o del espejo. ¿Qué significado puede tener esa insistencia sino afirmar nuestra presencia y nuestra continuidad? También registrar los cambios, la inevitable degradación al tiempo que su aceptación: el verdadero autorretrato, el más consciente, es un absoluto acto de humildad y de valentía frente a la impermanencia del ser; también de auto afirmación y resistencia frente a un cierto extrañamiento del mundo; o de uno mismo: “A veces me espero a mi mismo como en una cita… –escribe Imre Kertész– …cuya hora ha pasado ya”[1].

Ángel Rubén Arias habla de “el efecto doble que se produce cuando un autor cae hipnotizado por un tema y, a la vez, busca distanciarse de él a la manera de alguien que, queriendo retratarse, huyera de la imagen que de sí mismo le devuelven los espejos. […] Desaparecer frente a los otros requiere esfuerzo, pero es posible (el buen escondite lo resuelve): desaparecer frente al espejo, ese es el gran obstáculo”.[2]

En la película ‘El poder del perro'[3], es la orografía de una montaña cercana la que da la dimensión del entendimiento, del acercamiento de un ser a otro ser y de la mutua comprensión hecha posible. La constante presencia de la forma rocosa actúa como el reflejo de un doble autorretrato, llevando al reconocimiento del otro.

El escritor Robert Walser, en sus largos años de internamiento en la clínica psiquiátrica de Herisau, en Suiza, no dejará de observar el mismo territorio circundante en largos y constantes paseos, otra forma de contemplación meditativa; hasta desaparecer, es decir integrarse completamente en él en la muerte, tendido sobre la nieve el día de Navidad del año 1956.

© Hosimaru

[1]Imre Kertész, ‘Diario de la galera’.

[2]Ángel Rubén Arias, en LUR, a propósito del libro ‘Broken Manual’ de Alec Soth.

[3]Jane Campion, “The power of the dog”.