La Agencia Zoom se dedica a rastrear el panorama documental buscando aquellos trabajos que ofrezcan una mirada diferente, personal, novedosa, aquellos reportajes que ofrezcan un nuevo punto de vista o que posen su mirada sobre nuevos mundos no contados. Zoom se estrena en Clavoardiendo poniendo el foco en Anna-Lena Krause con un texto de Raúl Martínez.
Entre los incontables cambios que se produjeron en la ciudad de Berlín tras la caída de su famoso muro en 1989, pocos se imaginaban que habría que incluir el desarrollo de un circuito de clubes que, más allá de su función recreativa, iba a crear toda una contracultura musical y social en la capital alemana. La joven fotógrafa Anna-Lena Krause ha retratado a una serie de berlineses a la salida del club, en el momento en que, después del éxtasis del baile, el cansancio saca a relucir su vertiente más frágil.
El desmoronamiento del muro, y con él de todo el sistema, transformó por completo el rostro de una ciudad absurdamente separada durante cerca de 30 años y que volvería a ser capital de la Alemania reunificada, al tiempo que se iba convirtiendo en uno de los polos ineludibles de la cultura de clubes.
A inicios de la década de 1990, Berlín se encuentra con una legislación urbana por redefinir, una cantidad ingente de fábricas y edificios vacíos, un sentimiento de euforia y liberación y sobre todo con las ansias de expresión y de diversión de la parte oriental de la ciudad, por fin liberada del yugo totalitario. Este conjunto de circunstancias iba a ser el caldo de cultivo para el desarrollo de una forma de concebir la cultura, y el entorno urbano, única en el viejo continente y para el de una cultura de la música electrónica que ha acabado por ser una seña de identidad incontestable de la ciudad.
“En todos aquellos lugares que la historia había restituido a la vida civil, la gente se puso a bailar al son de una música prácticamente reinventada de una semana a otra”, recuerda el periodista Felix Denk. Muy pronto, la población joven más inquieta se apropió esa música, nacida en Detroit pero con unas posibilidades de desarrollo y reapropiación que se antojaban infinitas, para expresar el fin de las jerarquías y la voluntad de reconstruirse basándose en la creatividad y al intercambio constante.
Ya en la década de 1980 se había desarrollado una tímida escena de clubs en el Berlín oriental pero, aunque la gente se dedicara exclusivamente a bailar, ya bastaba para despertar el recelo de las autoridades y el seguimiento de la paranoica policía del régimen comunista. La liberación de los cuerpos podía acelerar la de las mentes y no se trataba de permitir el desarrollo de un pensamiento crítico en la férrea sociedad de la entonces llamada República Democrática Alemana.
La ventaja de la música electrónica, respecto al rock por ejemplo, era que, al tiempo que permitía bailar y socializar en una sociedad tanto tiempo condenada al impersonal seguimiento de los dictados de un Estado próximo al delirio, presentaba unas enormes posibilidades de experimentación. Esta sensación de novedad y la posibilidad de crearse una personalidad propia cuajaron con fuerza entre la juventud de Alemania del Este que por primera vez en décadas descubría la posibilidad de ser feliz no como pieza de un rompecabezas incomprensible sino como persona.
Las fiestas ilegales, donde se reunían inconformistas de la parte occidental y los jóvenes más inquietos de la oriental, florecieron en este nuevo Berlín, centro de una libertad recobrada y canalizador de todo tipo de modos de vida y tribus urbanas. Muy rápidamente aparecieron nuevos clubes, nuevos sellos discográficos, galerías de arte y fanzines al tiempo que se imponían modos de vista más hedonistas en flagrante contraposición con la triste vida a la que millones de ciudadanos fueron condenados durante la Guerra Fría.
El fenómeno okupa no es ajeno a esta efervescencia cultural y las casas ocupadas multiplicaban las actividades sociales y culturales. La liberación sexual y el consumo de nuevas drogas, especialmente el éxtasis, contribuyeron en gran medida a esta sensación de euforia que tantas veces planea sobre los clubes. “De golpe había una increíble sensación de alegría en el aire. Resultaba hermoso ver cómo la gente volvía a la niñez y lanzaba por la ventana todos aquellos problemas que durante tanto tiempo los había atormentado. Era muy liberador, lleno de energía y relajado a la vez”, recuerda el músico suizo Thomas Fehlmann.
Este espacio en el que las viejas leyes han perdido su vigencia y las nuevas todavía no han estado establecidas suele dar lugar a explosiones de libertad que, aunque efímeras en su descontrol, acaban dejando un importante poso en las ciudades.
Así, a lo largo de la década de 1990, la cultura tecno se fue asentando en la ciudad, con representaciones tan llamativas como la Love Parade, y quizás haya contribuido más a la reunificación alemana que todos los acuerdos políticos firmados por los mandatarios. Había algo nuevo, algo que permitía la participación de todos y que los alejaba de un papel de meros consumidores: casi cualquiera podía hacer mezclas a partir de canciones existentes, crear un nuevo fanzine, diseñar camisetas, etc.
Pero lo que era una suerte de explosión espontanea de creatividad y de creación de nuevas formas de vida, de oposición a la uniformizadora industria musical y de sublevación a través de la fiesta acabó inevitablemente por llamar la atención de los profesionales. Así, las raves improvisadas fueron dejando su sitio a festivales creados para atraer a los turistas y a las personas que simplemente quieren irse de fiesta y la cultura tecno pasó de ser una apuesta subversiva a convertirse en atractivo comercial.
Esta inevitable institucionalización no ha impedido que el movimiento tecno conserve gran parte de su carga agitadora y aunque se hayan atomizado las propuestas entre celebraciones clandestinas y grandes festivales esponsorizados por marcas comerciales, la noche de Berlín sigue siendo un espacio de innovación y libertad único en Europa.
El mensaje que sigue prevaleciendo es claro: la alegría es transgresora, comunicarse es transgresor, entablar conversaciones con desconocidos es transgresor. Bailar es transgresor.
Las formas de conexión con los demás es uno de los ejes del trabajo de la fotógrafa alemana Anna-Lena Krause. En “Clubbers, la noche sin fin”, Krause estudia desde una distancia respetuosa los procesos de conexión y de creación de identidad que se establecen en la inacabable noche berlinesa.
Abrirse a nuevas experiencias, humanas o químicas, deja a menudo al individuo en un estado de fragilidad. En estos espacios conquistados a la monotonía diaria, los clubers se despojan de todo y se entregan como no lo hacen en su quehacer cotidiano aprovechando la libertad que se les brinda.
Pero Krause no nos los presenta en plena fiesta y en compañía sino en un momento de vulnerabilidad extrema, mostrándose a la fotógrafa como quien se mira en el espejo, solos, frente a lo que han hecho de sí mismos, orgullosos de la persona en quien se han convertido.
“Clubbers, la noche sin fin”, lejos de los clichés que rodean la noche berlinesa, nos muestra auténticas personas, frutos de un espacio y una época que les ha permitido conocerse y construirse.