Las afinidades [s]electivas

Cuando lo contemporáneo me da frío…

…me refugio en los clásicos.

Cuando el arte deriva en la gélida estética que decora nuestras vidas.

Cuando la materialidad de las ventas invade lo sublime y lo corrompe.

Cuando el mundo imaginado deviene en cómplice de la metamorfosis postmoderna, postfotográfica, post de todo un poco y sobre todo postespiritual.

Cuando ni la mirada, ni la mente absorben la dimensión interior, ni la sirven, ni la renuevan…

Vuelvo a los clásicos y pienso, medito, escucho, escarbo en lo profundo del sentimiento, de la cálida sensación, de la intensa vida de todos los amores que son el amor a la vida, a los seres, al entorno. Vuelvo a la expresión de lo sagrado que es lo humano. Y el minimalismo de lo abstracto se aleja entonces de la posible frigidez del encuentro y recobra la vida intensa de lo amado, el intenso envoltorio de lo vital.

No comulgo con el azul que no es ni el blue ni el spleen ni la saudade ni el esplendor del cielo interior, ahí donde se abre la puerta a todos los cambios. No comulgo con un espíritu del Norte que no haya sufrido el tamiz del humanismo. No comulgo con un minimalismo que no transmita el anhelo primigenio de alguna generosa comunicación. No comulgo con el onanismo estético que no explosione sus íntimas fronteras.

Con el poeta, con Philippe Jaccottet, me gusta encontrar en la poesía, o en cualquier obra de arte, «el infinito, la dimensión secreta del mundo, la que no puede cifrarse; la claridad que llega desde lo más alto para posarse sobre los objetos cotidianos, sobre los momentos más simples y más comunes de la vida, esa luz inasible…».

Y creo que esa luz, justamente, ha dejado de impregnar parte del arte de nuestro tiempo. No la totalidad, preciso. Por eso me maravilla encontrar, entre escombros marmóreos, entre conceptuales abstractos, la calidez del sentimiento, de la intención amorosa –aunque quede tan tristemente trillado lo del amor–, la traza de la humana divinidad que a todos nos impregna.

Y, tantas veces, vuelvo al manantial que todavía nos nutre, a una mente y una técnica puestas al servicio de lo inefable, inasible, constantemente perseguido, capaz de empujar en cada intento, un poco más, los humanos límites.

Ello no me niega el placer en descubrir el arte más nuevo, irradiante de juventud; me gusta participar de esa pujante creación como espectadora abierta y permeable. No reniego de este tiempo cambiante y desconcertante donde reculan casi todos los horizontes conocidos y quiero asistir a la metamorfosis que presupone la quiebra de lo conocido, sentido y aún entendible.