Es el negro rasgado, invadido y tan efímero lo que me llama desde la pared opuesta, mi mirada ya presa salvando las escaleras e incrustándose en esa oscuridad penetrada por el rayo. Al lado, contradiciendo la brusquedad de esa luz, el movimiento fluido de una sábana, de una vela, de algo blanco impecable, un triángulo de salvación a la electricidad que se va a expandir, en una breve fracción de segundo, iluminando todo, desvelando los enigmas y hasta los misterios que nunca permiten ser desvelados.
No inducirse nunca al misterio para que el misterio venga solo y no encuentre el camino alterado por nuestra impaciencia de entrar en contacto con él.
Jean Cocteau
El negro Kapoor, o el del palo de campeche de Felipe II, depende de este nanosegundo voluntarista sin piedad, de esa descarga de luz aniquiladora. Y la vela de salvación será entonces inútil, gratuita y desechable.
En algunas imágenes, permanece la sombra fantasmal de algo que pasó, algo de lo que ignoramos todo.
Yannis Roger
Necesitaría largo tiempo de enseñanza para aprender a leer una foto, pero siento en seguida las que me atrapan. Y un Stendhal se pone a temblar en mí.
Quien hablaba de instante decisivo tal vez sólo pensara en lo que sigue a la permanencia, a la inmovilidad, a la quietud, no tanto en la anécdota del gesto. Aquí no hay gesto, el punctum de Barthes se desplaza hacia la acción fractal de algo que no depende de ninguna acción humana sino sólo de la inmutable crueldad de la naturaleza, de la subversividad de lo que nos envuelve sin que siquiera lo sepamos.
El cosmos evoluciona sin cesar alrededor de ejes y elipses apenas conocidas, el vasto espacio que habitamos se forma alrededor de accidentes que nadie aún sabe interpretar en su fórmula absoluta, nuestra existencia es un milagro fugaz, tan vulnerable como ese espacio negro amenazado al que una vela blanca quiere salvar. ¿Sabemos realmente de tanta fragilidad?
Es ella misma la que nos lleva a la estética, y no a la inversa. La muerte, acechando y segura, nos hace buscar y apreciar lo que nos calma, lo que posterga las inquietudes superfluas, el inútil y perturbador estrés cotidiano. Es ella, meditada en el silencio, la que nos conduce directamente a la mística a través de la satisfacción más plena, más rica y duradera porque es parte integrante de la natural justicia del mundo, y de la vida. Y así desembocamos en la ética.
¿Cuántos enigmas nos desvelará la invasión de tanta luz? ¿Cuántas caras ocultas de nuestra conformación humana? ¿Y cuántas sabremos interpretar?
Hay muchas fotos alrededor de ésta, colgadas ahora en los muros del Canal de Isabel II, y entre ellas muchos encuentros que rozan lo sublime –cuánta sensaciones, David Jiménez… –, pero me he servido de una en concreto, no porque sea la mejor, la mejor resuelta o la más conceptual, sino porque me enamoró su belleza. Y sé que la belleza no es plana, no es simple; responde siempre a un anhelo forjado por todos los que la veneraron antes que nosotros como una diosa no del todo pagana, y desde luego necesaria para alimentar el soplo de esta vida tan fugaz.
Alguien hablaba de la perversión fotográfica, de lo que tiene de falso la representación, de esa trampa que surge desde dentro de lo que percibimos como real, del engaño en fin. No me planteo esto ahora, no me interesa saber si las cosas expuestas son o no reales, demasiado sé que nunca lo son; y la palabra abstracción tampoco me importa ahora. Quiero ver aquí solamente lo que provoca en mí de reflexión acerca de mí misma, lo que me obliga a replantearme la existencia, una y otra vez, incesantemente.