Las afinidades [s]electivas

Es difícil, en un primer momento, entender por qué me gustan las imágenes de Cualladó y también las de Máximo Vitali, las de Nozolino, las de Cases, las de Cánovas. Antagónicas, más que por la época de su factura, por su gama lumínica: donde unos buscan el refugio de la sombra, otros lo hacen en la extrema claridad. Como si esas fueran la necesaria huida, la fuga indispensable para el respirar.

“Una imagen es un silencio”, dice Antonio Tabernero.

El silencio.

El silencio está en todas las imágenes como está en toda la creación artística. Ese espacio que aparenta un vacío, ese hueco indefinido donde no pasa nada, donde el tiempo parece haberse parado, donde todo se extingue y deja de existir –¿deja de existir?–… Pienso ahora en la piedra intacta que prolonga la escultura, la magnifica y le da sentido; en la música que reposa en una pausa; en la línea en blanco que apacigua el poema y su soplo; en el cuerpo que se detiene un instante, asentando el movimiento de la danza.

Así también las intervenciones calladas de María Sánchez.

© Paulo Nozolino

El silencio hasta para rememorar el tumulto, el desorden del pensamiento, para buscar cómo darle forma y coherencia. También para enfrentarse con los demonios propios. En él están las semillas, germinando; está lo que será, lo que debe ser. Gente capaz de leer en la cacofonía de un bar, y ahí mismo grabar su voz serena como si estuviera habitando un alveolo preservado; gente capaz de meditar en el metro, sin apartarse de los demás, incluso alerta a lo que pueda acontecer; gente cuyas palabras parecen surgir directamente de una zona atemporal. Entrar en el silencio no es salirse del mundo sino de su ruido, ir al encuentro de nuestros sonidos interiores y reconocer su natural armonía.

El silencio no es una burbuja, es la habitación del pensar. En el negro profundo como en la extrema luz encontramos su lógica expresión, la germinación completándose, el reposo tras la agitación de las ideas. Nuestro mundo, nuestra época, no nos facilitan ni el reparar ni el parar en esa área de descanso, de ensimismamiento y de no reflexión. Vamos de prisa, corremos sin tomar el tiempo necesario para el olvido de lo cotidiano, sin encontrar el momento para la recopilación de la experiencia íntima y única; no sabemos que el quemar etapas provoca sin duda la desecación de las semillas y su muerte irremediable, el asesinato de nuestra más hermosa y rica potencialidad.

“Ribera en flor:
va un barco sin barquero
corriente abajo.”

Natsume Söseki

No dejemos que el barco se olvide de mirar las flores…

¿Qué hacer entonces con las imágenes sin zona indemne al ruido? Tal vez se trate ahí de otra huida, distinta, un no querer enfrentarse a la lucha interior y hacer de la cacofonía otro arte, más provocador y arriesgado, ¿“Il faut être absolument moderne”, como decía el poeta?

Pero no. Lo verdaderamente moderno no deja nunca de ser un retornar sobre algo, un volver a la fuente, la inauguración de algo aún no vigente pero que estuvo latente en todo lo de antes, no quiero hacer aquí de Rimbaud el salvador de nadie. Lo moderno no quita lo valiente de la pausa, incluso del pararse. En algún momento, antes o después, nos es vital interrumpir la marcha y hacer el chequeo de lo hecho. Solo así lo que venga después tal vez posee el inmenso valor de una espera a tiempo.

 


Los muchos silencios de John Cage. Los de Erik Satie… Bálsamos saludables, hay que tenerlos a mano.