Las afinidades [s]electivas

Todo se mezcla. Pero nada se mezcla.

Contemplo una imagen de Max Pam, u otra de Peter Beard, y esta de Robert Frank, la escritura de una mano que ha ido integrándose a la imagen hasta formar parte de su significado; reflejando en esta foto, concretamente, el acto de escribir: fusión perfecta, armoniosa y coherente.

Pero no siempre es así.

Observando, por ejemplo, los ‘pies de foto’ de algunas imágenes –en francés, curiosamente, se llama légende (leyenda), me entra a veces una especie de rabia sorda contra el autor; por esa patanería –espero que se me perdone la palabra– a la hora de sabotear un viaje nada más iniciado por mí, el espectador. 

Porque sí, el autor tiene todo el derecho a dirigirnos hacia dónde le plazca, a encarrilar nuestra mirada, con la condición de que lo sepa hacer, y no todo el mundo es capaz. Hay que tener un cuidado extremo al elegir un título. Yo misma, que suelo ponerlo porque me fascinan las palabras, a veces no me libro de ese pecado de soberbia, creyendo ingenuamente que todo el mundo debe ver lo mismo que veo yo. 

Y no, la literatura y la fotografía no siempre conviven. La imagen –las sombras de la caverna, ¿os acordáis?– son muy anteriores a cualquier sonido emitido por el ser humano, y son lenguajes bien distintos. Se supone que la imagen, ese perverso reflejo de la realidad, tiene una forma propia de expresarse y su discurso nos tendría que llegar intacto, es decir intocado, sin interpretación inducida. La palabra nos aleja de lo primitivo que encierra cualquier imagen, de eso que no se explica, sino que solo se ve. 

Pero, aunque parezca contradecir lo anterior, la visión que proyectamos sobre el mundo y sus objetos, consecuencia de la educación y de la cultura, nos aleja, nos hace tomar distancia respecto de ese mismo mundo. Y siendo extremadamente difícil capturar el deslumbramiento que en un momento nos asaltó, intentamos recuperar su sensación con la palabra: diciendo, narrando, intentando comunicar el imposible revivir. 

Siempre se ha hablado de la excepcional relación existente entre literatura y fotografía. Sin duda existen unas sensibilidades parecidas, una voluntad –o a veces una inconsciencia– en hurgar en la transmisión personal de algo que en realidad no se puede traducir: la percepción íntima de la magnificencia del mundo y de su soplo sobre nuestras pequeñas existencias. A pesar de lo que afirma Linda Gordon en su biografía de Inge Morath –“la literatura y la fotografía no están tan distantes: ambas dependen de saber ver, no solamente mirar, sino percatarse, discernir los patrones y las revelaciones que normalmente pasan desapercibidas”–[1], sus maneras de expresarse son radicalmente distintas; por ello pienso que puede resultar audaz ilustrar un texto o poner palabras sobre una fotografía. Otra cosa es acompañar a toda una obra, o una serie, porque ahí se apunta la démarche –la trayectoria– del autor y su intención a la hora de iniciar un proceso creativo extendiéndose en el tiempo.

No hay que hablar de una imagen, hay que rodearla con toda ternura, como se haría con cualquier objeto sagrado. Si ponemos palabras, elijamos las más ligeras, las más respetuosas de ‘lo otro’, de eso que nunca podrá, ni deberá, definirse. 

No hay que ilustrar un texto, la palabra tiene un infinito poder de evocación y no necesita de ningún apoyo.

No sobreactuemos, no establezcamos competencias asesinas. 

[1] Linda Gordon, ‘Inge Morath: Magnum Legacy’.