Llevo demasiado tiempo preguntándome por esa joven obsesión por el blanco y negro, cuando ya Joel Meyerovitch o Saul Leiter nos fascinaran hace años con los esplendores del color. No consigo discernir los misterios que reviste ese remar hacia atrás con tanto entusiasmo –aunque no deje de sucumbir a la seducción– ni tampoco reconocer la piedra blanca que se nos perdió en el camino.
Las viejas cámaras de placa, esas tan pesadas de llevar consigo, o nunca fueron abandonadas o se ven otra vez objetos de deseo por parte de artistas recién emancipados; y los procesos antiguos de la fotografía en sus inicios gozan también de una extraña nueva salud.
Leí hace poco que se van vaciando de arte nuestras artes.
También osa decir Berger que la fotografía nunca podrá ser considerada como una de las bellas artes, debido a su poder de reproducción infinita.
¿Necesita el artista (fotógrafo) de asideras por dónde atrapar esto que llamamos Arte, con mayúsculas, pensando que la estética se puede confundir con la belleza, como si esos dos términos fueran sinónimos absolutos? La belleza, en su sentido clásico y ético, es más que la simple estética, reviste más conceptos que el puro placer de los ojos; la belleza aparece también con la máscara de una hiriente fealdad y hasta la maldad se viste de ella. Nos podemos hartar al hablar de ella, de una y otra vez volver a ella sin que muchos nos entiendan.
¿Qué tiene que ver aquí esta nueva irrupción del blanco y negro? Tal vez, quizá, se trate de una poética buscada en la magia de lo que no existe, en lo que el ojo no ve pero la mente imagina, interpreta. Ojalá fuera siempre así, y no simplemente la moda pasajera como la que cruza de par en par la publicidad. Podemos creer, sinceramente, y hasta afirmar que esa extraña e inexistente bitonalidad nos revela parcelas existenciales no vistas, al menos no evidentes. Podemos preferir esa austeridad a la falsa riqueza colorida de un mundo que no nos gusta reconocer porque en él sólo encontramos banalidad. Puede.

Y sí, es verdad que una imagen en blanco y negro atrapa nuestra percepción más sutil, pero en ella, en su captación y materialización, no puede prevalecer la estética sobre un contenido verdaderamente pensado, sobre un concepto elaborado capaz de hacernos pensar. Que el vocabulario, aunque sea hermoso, no sea más importante que la frase, y menos aún que la idea subyacente a la acción de mirar con conciencia.
En la misma acción de mirar de la que hablo interviene esa primordialidad, lo primigenio de un vocabulario limpio y esencial. Limpio en el sentido de no manipulado por nuestro intelecto sino encontrado milagrosamente en la cueva de nuestra inteligencia más profunda, la que se nutre de la intuición, de las iluminaciones de nuestra infancia, aún no comprendidas, y de las propias del presente, esa forma de maravillarse ante la obviedad de lo bueno, su aparición, el enamoramiento frente a parcelas del mundo que conectan directamente con nuestro sentir más puro, menos ‘educado’; ante la cegadora luz de alguna verdad íntima, de pronto reconocida.
¿El blanco y negro podría ayudar en ese reconocimiento de algo ya conocido e incrustado en las profundidades de nuestro ser, de aquello que sabemos sin haberlo aprendido jamás?
De esto habla Bonnefoy, el poeta, en su libro póstumo ‘La bufanda roja’, de las palabras no entendidas en la infancia y que de pronto vuelven a surgir, todavía extrañas a cualquier imagen, a cualquier conceptualización, sólo portadores de un sonido profundo y primordial.
“Je suis chargé d’une histoire qui va bien avant ma naissance” –Estoy cargado de una historia muy anterior a mi nacimiento–, dice Jean Michel Fauquet.
“…Y la belleza del mundo se inclinó allí…”, diría Bonnefoy.