Me pregunto acerca de cómo una fotografía raspada hasta la línea puede emocionar tanto como el más hermoso retrato, como el más conmovedor hecho de vida, acerca de lo que subyace, sobrevive, entre los trazos negros formando geometrías desconocidas en una imagen de Mario Giacomelli.
Estos días se exponen en París algunas de las obras de este artista singular y osado, anclado –se podría pensar, aunque tiene otro tipo de obras– en un insistente estilo que se dio aquí en los primeros setenta y consistía en erradicar los grises, dejando la imagen pelada en un radical blanco y negro; se llamaba entonces ‘convertir a línea’, lo que ahora es un bitmap en nuestro photoshop. Me pregunto si se trata de buscar y explorar una realidad secreta o indagar en el surrealismo propio e intentar expresarlo, transmitirlo, aún sabiendo que es ésta una empresa destinada al fracaso salvo en rarísimas ocasiones, las de una excepcional conexión entre espectador y autor, un inesperado mood for love entre desconocidos.
Iguales sensaciones me proporciona la contemplación de algunas obras de Jon Cazenave, o también otras de Masao Yamamoto, en ese evidente empeño por quitar todas las pieles de la imagen hasta dejarla en su estructura más minimalista, hasta hacerla abstracción.[1]
¿Será que ese tipo de obra, llevada al extremo de su estructura –ese esqueleto vibrante exponiendo sus estigmas– nos lleva también a nosotros a indagar en la profundidad de nuestras sensaciones y nos obliga a una comprensión más pura del fenómeno emocional? Porque, ¿qué pensamos ante los surcos y los caminos devenidos simples trazas de grafito, líneas demacradas sobre el vacío? ¿Qué vemos en la impostura de los colores sobre espacios antes reconocibles? ¿Percibimos en ello el desvanecimiento de las capas de simulacro, sabemos ver cómo se esfuma el velo protector y se derrite la máscara? Si lo conseguimos, entonces dejaremos entrar todas las emociones: del ritmo, de la musicalidad, del movimiento y del misterio.
La atención que le presto ahora a este tipo de imágenes, aparte de su actual presencia en nuestro entorno cultural, encaja con una reflexión que me hago acerca del arte; más precisamente acerca de la historia del arte. Una historia que contempla mayormente las artes llamadas plásticas y visuales, separándolas de forma artificial de la música, de la poesía y de la danza, es un relato mutilado. ¿Qué es de una escultura que no invoque la danza, de una pintura que no reescriba la poesía o de una fotografía que no remita a la música? ¿Por qué habría de separarse en compartimentos casi estancos todas las estéticas que debe reunir una sola obra de arte para ser arte de verdad?
Y todo esto, curiosamente, lo encuentro en las fotos descarnadas de Giacomelli, en sus imágenes deconstruidas, en su sublimación de lo visible-invisible.
Como el ser humano buscando recomponerse, incesantemente, a partir de sus fragmentos de existencia, la obra de arte busca afanosamente la enteridad, la integralidad de su razón de ser: expresar el espíritu en todas sus tendencias emocionales y espirituales –a través de anhelos, dudas, fracasos y conquistas–. El arte debe ser total o no es. No algo que tenga un sentido de por sí, algo que deba ser, sino una incesante construcción por parte de su creador; el concepto no basta; ni siquiera bastan la gracia, el duende. Veo en las abstracciones de las imágenes que nombraba en el inicio los elementos de esa construcción, la voluntad de rasgar hasta el tuétano lo que nos viste y tantas veces nos limita, nos cerca –levantar las pieles–, y empezar desde los palos desnudos y anhelantes de nuestra consciencia.
Cuando parece que esté todo dicho/visto, que hemos destripado tantos enigmas, absurdidades y maravillas de este mundo, tal vez sea el momento de volver de vez en cuando al nacimiento, a la fuente primigenia de las expresiones, los orígenes de la imagen en este caso; aunque se trate de un proceso invertido: no ir de la estructura al cuerpo sino del cuerpo a la estructura. Necesitamos despejar los bastidores que sostienen el edificio y lo hacen posible. Necesitamos ahondar en lo que nos construye como creadores, lo que nos ha hecho y porqué nos ha conducido hasta el lugar que habitamos ahora.
«La obstinación«, como afirmaba Herman Hesse, «es la que nos hace conocer nuestra auténtica fuerza interior; el obstinado obedece a una sola ley, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al propio sentido«.
El arte es también explorar lo infinito de los orígenes.
