“El fotolibro se ha vuelto una moda insoportable. Diariamente me llega información de varios libros que, en la mayoría de casos, son un pretexto para expresar algo muy personal e íntimo. En ese sentido, la mayoría son inútiles porque no nos hacen comprender, o muy poco, lo que está sucediendo en el mundo. Para mí la fotografía sirve para pensar y no hay que verla solo con los ojos sino con el corazón«
Paolo Gasparini
La cita corresponde a una entrevista concedida por el fotógrafo ítalo-venezolano a El Español en junio de 2022 con motivo de la inauguración de su exposición “Campo de imágenes” en la sede madrileña de la Fundación Mapfre. El párrafo también fue publicado hace unos pocos días en las redes sociales, originando un amplio debate sobre el calificativo de “moda insoportable”, con el que Gasparini se refiere al considerable número de fotolibros que se publican desde hace unos años por fotógrafos de todo tipo y condición, especialmente de aquellos que la contemporaneidad cautelosa y expectante denomina “emergentes”.
Esta circunstancia excepcional, calificada como “El Fenómeno Fotolibro”, ha sido objeto de estudios, monografías e incluso alguna exposición, como la organizada bajo ese título por Foto Colectania en 2017 y que reunió a importantes figuras internacionales del panorama del fotolibro contemporáneo: Horacio Fernández, Gerry Badger, Moritz Neumüller o Erik Kessel firman algunos de los artículos que se incluyen en el catálogo de la exposición y en los que reflexionan sobre el “fenómeno” desde diversas perspectivas: histórica, editorial, coleccionismo, intención, etc..
De la frase de Gasparini, la etiqueta “moda” presumiblemente se refiere a la percepción de urgencia que algunos agentes del sector fotográfico identifican en la publicación de fotolibros por parte de los autores debutantes. Algunos comentarios del mencionado post en las RRSS aludían al hecho de que “la gente joven [está] obsesionada, demasiado preocupada, con la palabra «fotolibro» porque sienten la presión, o autopresión, de que deben hacerlo”. Y aunque en esencia este es un hecho que confirman las cifras -incremento de autores/publicaciones y la reducción reciproca de las tiradas-, las circunstancias y el contexto deben de ser puestos en perspectiva para poder analizarlos convenientemente.
Es cierto que, hasta no hace mucho tiempo, llegaban al fotolibro casi exclusivamente los autores con una trayectoria y cuerpo de obra consolidados y, hasta el cambio de rumbo provocado por los movimientos conceptuales de mediados de los años 70 del siglo pasado, el libro no era el objetivo del acontecimiento fotográfico.
Exceptuando algunos títulos concebidos y gestados para la página impresa, el fotolibro ha sido considerado por algunos autores como un subproducto o consecuencia de una intervención artística orientada a las paredes de la galería, un instrumento ideológico o una estructura de compilación y corolario del cuerpo de obra de un autor.
Ni siquiera el término “fotolibro” describía un objeto artístico con entidad propia y con frecuencia se aplicaba el calificativo de forma genérica a cualquier libro que contuviese imágenes en una mayor proporción que texto escrito. De esta forma, estos “fotolibros” –por definición, estructura y contenido, más próximos al catálogo– participaban de forma subsidiaria de la dignidad, privilegio y estatus la galería otorgaba a las obras expuestas.
Aunque podemos enumerar ejemplos de la vocación editorial de algunos autores a lo largo del siglo pasado, la falta de un ecosistema establecido en torno al fotolibro -en los términos planteados actualmente- y la presión de las instituciones artísticas situaba a los autores ante el fotolibro casi como un empeño individual de difusión o a la búsqueda de garantías y alianzas con el texto escrito.

Del libro “Let Us Now Praise Famous Men”, Walker Evans y James Agee (1941)
Hay que tener en cuenta que la galería es un territorio extraño para la fotografía. El cubo blanco es un espacio heredado de la tradición pictórica que, gobernado por las leyes y tensiones del Mercado del Arte, sitúa a la fotografía ante su mayor contradicción. La historia de la fotografía confirma como la evolución de la práctica fotográfica se solapa con los cambios de las prácticas sociales, en una interrelación mutua entre las posibilidades técnicas y su uso social que, incluso, puede llegar a confundir la distinción entre el precedente y sus consecuencias.
Así, por ejemplo, podría plantearse la paradoja de si el ansía viajera de los victorianos justificó la invención de la fotografía, o por el contrario, fue la disponibilidad de un nuevo medio con el que registrar el mundo el incentivo para el desarrollo de la cultura turista. Sin duda, los usos de la fotografía están vinculados a los avances técnicos del medio, a su implantación social y a los cambios que el progreso provoca en el régimen social y cultural. Por ello, la naturaleza hegemónica y jerárquica de la galería entra en conflicto directo con el impulso democrático y social de la fotografía.
La fotografía no vino para cuestionar a las Bellas Artes, pero sin duda, las limitaciones técnicas iniciales, sumadas a las ambiciones (frustraciones) artísticas de algunos de los primeros fotógrafos sirvieron para que el medio se mimetizara con procedimientos foráneos e intentase ocupar espacios discursivos que le eran extraños. Esta capacidad de mímesis del medio fotográfico la ilustran respectivamente el Pictorialismo y la Galería.

El fenómeno fotolibro constituye una reivindicación del medio como el espacio discursivo privilegiado del medio fotográfico. En la cita de Cartier-Bresson, “la pintura en las paredes, la fotografía en los libros” se explicitan dos modelos opuestos de relación del espectador con la obra de arte. En la galería y sus rituales se recrean las condiciones que refuerzan el valor cultual de objeto artístico. El espectador que acude a una exposición se mantiene a distancia de la obra y un eventual contacto entre ambos está, o prohibido o previamente regulado por los comisarios mediante protocolo.
En el fotolibro, las imágenes salen al encuentro del espectador, invaden su intimidad. La obra artística es poseída y las características hápticas del libro condicionan la experiencia del espectador. Además, si mediante los proyectos y las series fotográficas los autores declaran una intención, posicionamiento o pensamiento, el fotolibro es el dispositivo por excelencia para contener, estructurar y trasladar al espectador la voluntad, ideología o conocimiento con la que el fotógrafo se sitúa ante la realidad.
Es necesario pensar, pues, la intención como la fuerza generatriz del acontecimiento fotográfico (entiendo por dicho acontecimiento, la sucesión de procedimientos y estadios que median entre la realidad y su representación).
La intención otorga a la fotografía la capacidad de representación y por tanto la sitúa en una categoría equivalente a otros medios artísticos. Entendemos por representación la facultad que un dispositivo de comunicación -visual o lingüístico- tiene para convocar una idea, un concepto o un sujeto, independientemente de su realidad.
Constituye un error reconocer que en la habilidad mecánica que la fotografía tiene de crear análogos reside su capacidad de representación. La representación tiene que trascender el sujeto, y lo trascendente existe en un plano diferente del aquel donde transcurre la existencia del sujeto. Lo trascendente no está sujeto a las contingencias de la cotidianeidad, que, a la postre, acaba haciendo a todo sospechoso de irrelevancia. En las series y proyectos fotográficos se reconoce la facultad que tiene la fotografía para construir ese plano transcendente sobre la realidad. La mirada coral de la serie fotográfica fragmenta la realidad y la reconstruye en una nueva entidad orgánica que se presenta más asequible para la razón o la intuición.
Incluso el documentalismo de corte más ortodoxo trascendiendo la realidad: mediante la fragmentación, selección y edición del evento documentado, el autor está infundiendo su propio criterio y las imágenes constituyen la representación de un pensamiento. El documental es una representación visual y critica de una realidad, y por tanto la transciende.
Sin duda, la revolución digital removió los cimientos de la sociedad y la cultura, y la práctica fotográfica no fue ajena a estos cambios tan radicales. Las tres consecuencias más destacadas fueron el aumento exponencial de personas haciendo fotografías, la desmaterialización de la fotografía y la hibridación de la cámara fotográfica con otros artilugios electrónicos. Mas personas tuvieron acceso a la fotografía y la pantalla ganó protagonismo como medio de difusión (dispersión) de la imagen. La saturación y ubiquidad de la imagen provocó una grave crisis de los medios de comunicación y de los profesionales vinculados a la economía de la imagen fija. Esta es la situación en la que nos encontramos actualmente y quizá admite con más justificación el adjetivo de “insoportable”.
Paradójicamente, los jóvenes siguen interesados por la fotografía, que se estudia como titulación superior independiente en Universidades y Escuelas Artísticas de todo el mundo. El contenido curricular se estructura en torno a “asignaciones temáticas” y los postulantes a fotógrafos interiorizan estrategias de trabajo orientadas al proyecto y, con frecuencia, apoyándose en un marco teórico y académico con el que las facultades de arte complementan la práctica artística… Quizá la intuición con la que trabajaban los primeros fotógrafos ha cedido paso a una práctica de la fotografía más racional o intelectual, algo puede provocar cierta desazón “generacional” ante la elevada carga conceptual que plantean muchos proyectos actuales.
Los fotógrafos “emergentes” desarrollan un amplio espectro de proyectos, algunos de ámbito personal e íntimo, y otros impulsados por una vocación más documental. Estamos inmersos en una realidad poliédrica y compleja. La sociedad -y el medio fotográfico- crecen y se mueven al ritmo frenético y vertiginoso de Instagram, crisis económicas, intereses geopolíticos, ideologías y fanatismos. Es un entorno difícil de digerir y comprender, un ecosistema fragmentado que demanda nuevas aproximaciones, formas de pensar sin excesos dogmáticos y estilos narrativos de carácter más elíptico.
El siglo XXI ha incorporado nuevos modos de documentalismo que “ficcionan” la realidad y reclaman la subjetividad del punto de vista del autor como una marca de agua personal que legitima al documento. Los eventos narrados desde una perspectiva “íntima y personal” constituyen la alternativa contemporánea al pensamiento universalista de la Historia en la que solamente se inscribe el relato de los grandes acontecimientos y las biografías de los personajes más ilustres y poderosos. Asomarse a esta “microhistoria” desde el corazón, -tal como propone Gasparini- no sólo no es un gesto inútil, está en sintonía con el carácter revolucionario y democrático de la fotografía. Es necesario reclamar el rol que desempeña la fotografía actual en el desentrañamiento de la historia de los eventos. Para comprender el todo, es preciso entender previamente las partes. Solo podremos llegar a comprender el mundo y construir una narración verosímil, si se incorporan lo cotidiano y lo repetitivo en la secuencia natural de la Historia.

Mediante el fotolibro encuentran los fotógrafos una oportunidad para unir los fragmentos dispersos de la microhistoria. El fotolibro actual quizá constituye una minúscula parte de la fenomenología total de la fotografía, pero es uno de los más significativos recursos que el medio tiene para combatir los efectos de la dispersión y fugacidad de la imagen digital. El fotolibro es el instrumento mediante el que se articula toda la capacidad de representación de la fotografía y la intención del autor.
No todos los fotolibros tienen necesariamente que convertirse en un acontecimiento editorial, ni ser considerados como la carta de identidad que acredita el ingreso del fotógrafo en el parnaso de los autores, ni medir su validez en términos de utilidad. Sin duda el fotolibro forma parte de una, con sus luces y sus sombras, gobernada y limitada por intereses mercantiles que -además de ejercer una regulación artística sobre la creación- está empujando a muchos autores a considerar la autopublicación como una alternativa para mantener el impulso democrático y revolucionario que todo acontecimiento fotográfico debe tener.