Dicen que a un individuo se le puede medir por la calidad de sus réplicas o por lo agudo de los interrogantes que plantea. Sin embargo, creo que se conoce mejor a una persona por sus preguntas que por sus contestaciones. De alguna manera las respuestas nos limitan a lo que creemos conocer, mientras los interrogantes pueden conducirnos más allá de nuestras propias certezas. En el fondo, preguntarse es parte inherente de este trabajo porque la incertidumbre es la compañera natural del fotógrafo. Comenzamos decidiendo el equipo, los motivos y las luces. Investigamos diferentes técnicas, unos cuantos encuadres y distintas velocidades. Nos preguntamos si gustarán las fotos, si el camino escogido es el adecuado y si nos conducirá al lugar deseado. Reflexionamos sobre la pertinencia de los títulos elegidos, el orden expositivo y las imágenes seleccionadas. Pensamos en cómo reflejar ciertas inquietudes, dónde fotografiar determinadas ideas y por qué esas y no otras. Querríamos saber el alcance de nuestra pasión, su grado de arraigo dentro de nuestra propia vida y si algún día ya no nos apetecerá hacer fotos. Logramos unas cuantas respuestas, generamos algunos temores y seguimos creando mientras el impulso exista y el cuerpo aguante.
No puedo dejar de pensar que la forma en que nos enfrentamos a aquello que decidimos o no fotografiar, depende en última instancia de las cuestiones que nos planteamos. Hay muchas cosas en esta vida que caducan (quizá demasiadas), y una de las pocas cosas que no lo hacen son las buenas preguntas. Por eso estoy convencido de que la creatividad se mantiene viva mientras el fotógrafo tiene un mayor número de interrogantes que de respuestas. Así las cosas, resulta obligado citar a Jorge Wagensberg: “Cambiar de respuesta es evolución, cambiar de pregunta es revolución”. Ahí queda.