Fue Sócrates quien afirmó que una vida sin examen no merece la pena ser vivida. Examinar la existencia no es tanto un impulso masoquista como un afán de encontrar esas piedras del camino con las que nos tropezamos una y otra vez. Identificación que, una vez realizada, supuestamente servirá para esquivarlas sutilmente o, cuanto menos, volver a tropezar sin echarle la culpa a ellas. Siguiendo la idea del filósofo griego, podríamos decir que una vida “fotográfica” sin revisión está condenada al autoplagio.
Es imposible fabricar algo, lo que sea, sin recurrir a lo vivido y sentido. Es por ello que, si uno no regresa periódicamente a sus influencias para revisarlas y, de paso, renovar los esquemas y plantearse nuevos retos, será imposible ir escalando peldaños en nuestra particular escalera creativa. Todo avance requiere echar la vista atrás, pues sin un examen coherente de lo ya hecho no hay manera de alcanzar lugares que no hayan sido ya visitados.
Progresamos regresando a lo que una vez experimentamos para sacar de ahí algo que parece nuevo pero que en realidad es presagio, intuición, conjetura, sospecha. Todos, sin excepción, creamos imágenes recurriendo constantemente a lo ya visto y captado, así que fotografiar es un eterno retorno. Sin regreso no puede haber creación. Podría decirse entonces, que más que inventar, nos reinventamos constantemente.
Una vez escribí que el autor que no es capaz de viajar constantemente al origen de su obra para regresar con una visión renovada (es decir, aquel que se obsesiona con el cómo y se olvida del porqué) está condenado a repetir una y otra vez sus propias fotografías.