Al margen de vuelos transoceánicos, distancias kilométricas y trayectos internacionales, el viaje de un fotógrafo es más simbólico que real. Un periplo entre su memoria y sus percepciones. Entre lo imaginado y lo vivido, entre lo tangible y lo intangible, entre lo espiritual y lo terrenal. En resumen, un viaje que consiste en unir lo real y lo imaginario, porque en algún punto entre ambos mundos es donde encontramos nuestras queridas fotos. Mundos, faltaría más, subjetivos, cambiantes, interconectados e interdependientes.
Sin embargo, sería injusto no referirse al otro gran viaje que realiza, o puede realizar, un fotógrafo, y que se plasma en un trayecto también de carácter introspectivo. Me refiero a ese viaje desde el plagio a la copia, de lo impulsivo a lo meditado, desde la superficie hacia la profundidad, de lo obvio a lo arduo, desde lo meramente visual hasta lo holístico. Muy bien, podrían ser periplos distintos, no coincidentes en el tiempo ni en los fines, pero que confluyen en una gran corriente creadora que nos arrastra ―si nos dejamos llevar por ella― desde la orilla apacible y soleada del trabajo hecho por nuestros antecesores hasta el remolino turbio y a veces molesto de la incertidumbre, los sueños, las manías, los interrogantes y las certezas de cada uno de nosotros.
Ambos viajes, efectivamente, forman parte de un gran trayecto vital que cada persona recorre (o puede recorrer) de una manera diferente y muy personal: un viaje de autoconocimiento. No debe ser casualidad que Thomas Merton, como monje trapense que era, dejase escrito que el verdadero viaje de la vida era interior. Y es que la fotografía, no me cabe ninguna duda, tiene mucho más que ver con la vida que con la luz.