Me he pasado tantos años persiguiendo lugares que podría nombrar cientos de ellos que se quedaron grabados a fuego en mi memoria. Zonas emblemáticas, enclaves supuestamente paradisíacos, paisajes ciertamente inspiradores y eventualmente deslumbrantes. Sitios donde muchas de mis fotos fueron hechas y a los que he vuelto en repetidas ocasiones para comprobar si las musas seguían allí. Y lo que encuentro en cada ocasión es un espacio nuevo, visto a través de una mirada diferente. Volver a un lugar es revisitarlo desde otro punto de vista porque ya no somos la misma persona de antes.
Tenemos esa ilusión de viajar de un lado a otro en coche, en tren, en avión, pero es solo el reflejo de un trayecto entre etapas de la vida. El reflejo físico de un recorrido entre sueños, expectativas y emociones. Los lugares son, salvando las distancias, como la realidad circundante: la percibimos de una manera u otra en función de nuestro estado de ánimo.
Los lugares que mejor he fotografiado han sido aquellos en los que me sentí más a gusto, al margen del nombre, la distancia recorrida o la importancia paisajística. Mis mejores fotos corresponden a sitios que me permitieron estar conmigo mismo, que me dejaron espacio para la reflexión, que consiguieron extraer de mí algo de esa creatividad que todos llevamos dentro. Lugares que prendieron una pequeña llama en mi alma e iluminaron ideas que hasta ese momento estaban envueltas en sombras. Enclaves donde la luz no tenía que ser especial; donde las rocas no necesitaban ser majestosas; donde el cielo no necesitó mostrar un aspecto glorioso. Emplazamientos que, por circunstancias que aun desconozco, lograron que mi cerebro funcionase de una forma que en otros parajes no fui capaz de provocar.
Cada espacio visitado no es un punto en el mapa, sino el paisaje reflejado de un momento vital. Por eso hay sitios que nos atraen y otros que nos repelen. Y nunca es el lugar, sino la manera en cómo lo filtramos a través de la experiencia vivida.