Nominada palabra del año 2016 por el Diccionario de Oxford, la «posverdad» apela a la representación emocional de la realidad, más pegada a la propaganda que a la verdad. Como si de la alegoría de la caverna de Platón se tratara, en nuestro mundo hipercomunicado parece que estemos ciegos ya que en ocasiones los medios sociales sirven más para desinformar que para otra cosa. Para cerrar el 2017, Raúl Martínez ha dedicado la columna mensual de Agencia Zoom a la «posverdad». Y para ello se ha acompañado de un soberbio trabajo de Rubén Plasencia, ‘Obscure’, documento que, a pesar de triunfar fuera de España, no ha encontrado la repercusión que merecía en medios nacionales. ¿Estamos ciegos?
Que la expresión “fake news” se haya incorporado con tanta facilidad y rapidez al discurso diario del periodista no deja de ser una triste constatación de la fragilidad actual de la profesión pero también del estado de confusión ideológica generalizada, de cierta nostalgia de las ideologías globalizadoras y del acceso al poder de personajes indignos de una democracia madura.
Si la consolidación de Internet como difusor de noticias ha permitido que el rango de productores de noticias se haya ensanchado hasta límites difícilmente imaginables hace unos años, (algo que consideramos quizás con excesiva premura como un éxito democrático), también ha posibilitado que se propagaran como la pólvora el consumo irreflexivo de noticias, la manipulación, la mentira y por tanto la duda constante acerca de la veracidad de las noticias que recibimos. Así, en el enorme magma que son las noticias que llegan constantemente a nuestro smartphone o a nuestro ordenador. ¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso, lo fundamental de lo accesorio? La sobreproducción de noticias y la proliferación de verdades a medias, cuando no de mentiras descaradas, parece habernos conducido a un inmenso marasmo informativo donde resulta dificilísimo distinguir el grano de la paja, como si la omnipresencia de medios nos estuviera llevando paradójicamente a una ceguera generalizada.
La práctica desaparición de la fundamental figura del editor en gran parte de redacciones ha supuesto una importante pérdida de criterio en demasiadas cabeceras. A la tradicional precariedad del oficio de periodista, se han sumado la crisis económica mundial, que amenaza con ser endémica en el sector, y la de una dificultad máxima a la hora de buscar rentabilidad en un entorno donde la mayor parte de los contenidos son gratuitos.
Esta ausencia de filtro, que podría ser sinónimo de pluralidad, en realidad hace más frágil al lector/espectador al situarse en un terreno donde lo llamativo prevalece sobre el rigor, donde la búsqueda de “likes” y de “retweets” le gana la batalla a la reflexión, a la duda y, en definitiva, al oficio de periodista tal y como se desarrolló a lo largo del siglo XX.
Pero no sólo hay que ver una pérdida de rigor profesional en la propagación de noticias poco contrastadas o directamente falsas, sino indiscutiblemente una clara intención de manipular a la población con fines económicos o políticos. El caso paradigmático lo encontramos evidentemente en el actual inquilino de la Casa Blanca, acusado de difundir nada menos que 115 mentiras en sus primeros seis meses de mandato a la cabeza del país más poderoso del planeta. Se habló de la injerencia de los servicios secretos rusos en la elección de Trump así como en el Brexit o en la crisis catalana en una práctica con la que bien podríamos tener que lidiar constantemente en el futuro.
Esta multiplicación exponencial de emisores de noticias llega paradójicamente a ocultar lo que está ocurriendo al situarlo todo al mismo nivel causando así una grave situación de pérdida de autoridad y la tentación, en el consumidor de noticias más perezoso, de ponerlo todo en el mismo saco. Las “fake news” pueden, en efecto, llegar a desacreditar noticias contrastadas e inapelables que, contaminadas por informaciones falsas, parecen perder credibilidad. Sería el caso de la inserción, en las noticias relativas al tráfico de esclavos subsaharianos en la caótica Libia actual, de fotografías correspondientes a otros conflictos.
La introducción de la falsedad en una noticia terriblemente cierta parece desacreditar la noticia en sí, tal y como también ocurrió con las fotos de violencias policiales en el 1 de octubre catalán. De hecho, el ministro de exteriores español Alfonso Dastis se refirió a la falsedad de algunas de las imágenes para defender, ante la BBC, la correcta actuación de la policía en el día del intento de referéndum en Cataluña. Por desgracia para el ministro, resultó que las imágenes que estaban emitiendo habían sido rodadas por la propia cadena de televisión británica.
Daba lo mismo porque los partidarios de la actuación de la policía español el 1 de octubre ya podían escudarse en la falsedad de (algunas) imágenes para poner en duda el conjunto de las críticas al gobierno. Los ejemplos de falsas noticias, desmentidas cuando ya era demasiado tarde, es decir cuando ya habían sido compartidas miles y miles de veces, no faltan: se dijo que Obama había nacido en Kenya y que era musulmán, que Hillary Clinton había financiado Estado Islámico o que el Papa apoyaba la candidatura de Trump, por no hablar de supuestas agresiones de refugiados sirios o de todo tipo de terribles delitos cometidos con aparente impunidad.
Pero existe otro efecto perverso en la era de la posverdad, según el cual cualquier responsable político, llamémosle Donald Trump por ejemplo, puede tratar de desacreditar toda noticia inconveniente tachándola de “fake news”. La falsedad serviría aquí para desacreditar la verdad y para situarlo todo en un relativismo que siempre beneficiará a los manipuladores al situar a la verdad y la mentira en un pie de igualdad.
Estas fake news, además, no están sujetas a la rigurosa realidad, a veces tan prosaica, y están completamente libres para adoptar la forma más atractiva y fácil de entender, permitiendo así una difusión masiva. En ocasiones incluyen algunos datos ciertos y fácilmente constatables para ganar en verosimilitud y siempre se cuidan de decir lo que algunos están deseosos de oír para reforzar, por ejemplo, estereotipos racistas.
Su escasa responsabilidad con los hechos acontecidos les permite buscar un impacto directo para asegurar una difusión masiva, apelando a la indignación y a los prejuicios del consumidor de noticias para facilitar una oleada de retweets. Poco importa si el o los protagonistas de la noticia la desmienten, el daño ya estará hecho y la noticia ya se habrá compartido centenares, miles de veces dejando un ya nada rebatible poso en una cantidad casi incalculable de personas.
Es la puesta al día del famoso adagio periodístico según el cual “no hay que dejar que la verdad estropee un buen titular” pero capaz de alcanzar a una audiencia mundial hambrienta de golpes informativos y de cualquier argumento que refuerce sus ideas preestablecidas. La dificultad para encontrar el origen de la propagación de las fake news, a menudo a través de perfiles falsos en las redes sociales, cuando no a través de empresas dedicadas exclusivamente a la difusión de bulos, obliga a extremar la prudencia.
¿Cómo hacer frente a esta oleada de falsas noticias? No hay evidentemente fórmula mágica, pero paradójicamente esta amenaza al periodismo no tiene más respuesta que el propio periodismo y sus viejas recetas: la comprobación de fuentes, el contraste de la noticia, ir más allá del titular, investigar si es plausible que tal medio tenga acceso a ciertas informaciones y tener al rigor y la desconfianza como bandera. Pero se trata sobre todo de ser capaces de enfrentarnos a los hechos que acontecen a nuestro alrededor sin sesgo ideológico, y estar así dispuesto a aceptar que “los nuestros” pueden cometer graves errores, algo que se antoja complicado en el crispado panorama social actual.