Los fotógrafos son gente extraña

Un fotógrafo enseñando su obra es como un animal en celo: marca su territorio y nos desafía diciendo “éste soy yo”. Hay aves que extienden todo su exótico plumaje para atraer al sexo contrario y las hay que emiten un cántico abrumador que logra que sus conquistas caigan rendidas a sus pies. Hay mamíferos que pelean hasta la extenuación para demostrar quién es el más fuerte de la manada y hay insectos que producen un aroma de semejante intensidad que atraen de inmediato la atención de sus congéneres. Los pingüinos se cortejan bramando con la cabeza baja.

El fotógrafo tiene su propio ritual: muestra sus mejores imágenes y cautiva a la audiencia (sobre todo a sus seguidores más acérrimos). Si desea un efecto aún más potente, entonces mientras pasa las obras, una tras otra, relata las fatigas y los contratiempos que cada fotografía le supuso. El clímax se alcanza cuando narra alguna anécdota simpática con final desternillante. Cada imagen lleva asociada una historia, un contexto determinado, una situación concreta, un desenlace. No hay nada como narrar la obra realizada con el trasfondo épico de una gran batalla. Pocos se resisten.

Si uno lo piensa detenidamente no hay tanta diferencia entre los fotógrafos y los pavos reales. Unos, las obras; otros, las plumas. Los primeros abren el porfolio; los segundos exhiben su poderío. Los humanos relatan una historia; las aves pasean su presencia. Finalmente, y si nada lo impide, el resultado suele ser el mismo: la audiencia rendida y la consorte conquistada. Solo me surge una duda: si el pavo real las pasaría canutas sin su bello plumaje, ¿qué le pasaría a un autor que no pudiese mostrar sus hermosas obras? ¿Se moriría de tristeza?