“A la intemperie”. En mi anterior columna hablaba de franquear las fronteras, los límites, y hoy leo un mini ensayo de María Zambrano acerca del exilio. A veces se conjugan las voces en el interior de uno mismo hasta que por fin sea capaz de percibir lo obvio.
Si me choca hoy este título de Gonzalo Puch, (Roberto Villalón habla de ‘desbordamiento’ en la noticia) es porque viene a hablar de una cierta soledad del arte, el desnudar en público esa parte más íntima y lírica del ser que se encuentra en cada uno de nosotros y nos toca descubrir a lo largo de una vida, a veces demasiado volátil. Ignoro, tal vez quiero ignorar, cuántos de los artistas que conozco se atrevieron a traspasar ese límite de las convenciones, se lanzaron realmente a la conquista de tierras hasta entonces ignoradas y allí encontraron algo sublime: su ser más auténtico.
Manuel Vilariño, poeta y fotógrafo, autor del ‘Animal insomne’, vive “en la periferia de la periferia del arte” y habla de su trabajo como de un “deambular, caminar, desbrozar. Soy seda de caballo o soy ausencia, o no soy nada…”.
Dice Zambrano del exilio, también del destierro, que solo ellos nos abren la puerta del infinito desierto, del “océano sin islas” que se nos descubre cuando perdemos la patria, la tierra que una vez habitamos y que pasa entonces a habitarnos. El desamparo abre a la inmensidad, “sin desamparo, sin abandono, la inmensidad no existe”. Ir más allá del mundo conocido, atreverse a desnudarse y descubrirse desnudo; desvestirse de las rutinas, las corrientes, los eternos cotidianos, adentrarse en el bosque, afrontar sus claros y sus zonas tan oscuras; permitirse la lluvia ácida de algunas nubes y también su bondad protectora.
Algunos lo llamarán libertad. También soledad.
La verdadera patria de uno, la verdadera patria del artista, está en ese vagar hacia lo desconocido, en buscar ese refugio que no ha de encontrar sino en uno mismo. Desde allí, desde el islote solitario se divisa por fin la tierra íntima, personal e intransferible. Eso es, la que no puede ser de otro.
Un amigo mío habla de un delta, allí donde llegas cuando empiezas a reconocer la ruta que te lleva, la que te trae hasta los varios islotes de tu creatividad conformando un solo continente: tu resumen y tu esencia. Es hermosa esa idea de finitud sin finitud, de desembocadura en algo más grande que todo lo que amas, conoces, vives.
Desarrópate, deja aquí, colgados, las vestimentas que ya sabes inútiles. Afronta la intemperie. Ve “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”, como dice Antonio Machado.
Crea pues desde la osadía, la impertinencia, lo ignorado de ti. Explora, camina, lanza tu red y deja que te inspire el viento de ese otro inmenso lugar, detrás de la línea de demarcación de la prudencia y la razón.
También habla de ello Juan Vicente Piqueras, en ‘Narciso y ecos’:
“Narciso en el desierto, sediento de sí mismo,
del agua equivocada de lo que cree ser,
busca un oasis que le sea espejo,
un espejismo donde reflejarse,
alguna voz que convertir en eco,
un gran amor que transformar en propio,
un libro donde hablar de si consigo,
un cuaderno de arena donde escribir: yo soy,
yosoy yosoy yosoy hasta acabar la tinta,
hasta la flor marchita entre las páginas
de un libro de agua que lleve su nombre,
la historia de su sed, y nadie lea.”
(Juan Vicente Piqueras / ‘Narciso y ecos’)
Tal vez no te lea nadie que no seas tú mismo, entonces sabrás si merece este riesgo la aventura.