Los Encuentros de Arlés celebran, desde principios de julio y hasta finales de septiembre, su 53 edición, confirmando que todavía es el festival fotográfico más relevante de Europa. Clavoardiendo ha vuelto a la ciudad francesa para conocer de primera mano qué sucede con la fotografía en un mundo que no para de cambiar.

El Arlés de este año empezaba raro. La última expo que había visto antes de viajar a Francia era una de PHE que me dejó tocado. Seguramente el problema sea mío, a mucha gente le ha gustado, pero es que a mí me pareció pretenciosa y vacía. Un intento de hablar de todo, generando para mí el efecto contrario, la nada.

Y no sé, en estos tiempos de ruido, si te ceden un altavoz, que sea para generar un mensaje. Para nihilismos ya tenemos las redes sociales. Pero bueno, ‘El árbol de la vida’ de Terrence Malick me pareció un artefacto New Age hueco. Para que situéis mi opinión. Pues con este escepticismo aterricé en Marsella.

Arlés + Chic

El caso es que ahí estábamos, después de cuatro años y una pandemia. ¿La ciudad? Más limpia, más cuqui, más agradable, con más terrazas, más cara, más turística, más like. El mismo calor y los mismos mosquitos, que no entienden de gentrificaciones, pero más llevaderos gracias al mistral.

Es que Arlés ya no es decadente. Ahora es como el centro de cualquiera de las ciudades europeas. Ahora es un pueblo “chic” (término viejuno y afrancesado, lo sé, pero como los “boomer” que ahora vamos a visitarla). Otra ciudad tocada por el efecto Gehry.

¿Y el festival? Un poco de todo. El lema de esta edición “Visible o invisible, un verano revelado”. Pues eso: todo. 

“Cada verano, los Rencontres d’Arles se apoderan de una condición, exigen, critican, se rebelan contra las normas y categorías establecidas y sacuden la mirada de un continente a otro, recordándonos nuestra absoluta necesidad de existir”, anuncia el director de esta edición, Christoph Wiesner.

© Roberto Villalón

Que uno lee esto y se esperaría un 15M fotográfico, batucadas (las barricadas del s. XXI) por las calles, olor a porro y Manu Chao de fondo, pero no. Rastas, ni una. Ellas, monopiezas caros de algodón “en plan” lino con llamativos colores terciarios, y ellos camisas claras de manga larga remangada, pantalón corto (sin pasarse) y alpargatas de diseño. Algún hombre con vestido de verano o zapato de tacón. ¿El sombrero de paja? Supertendencia, mejor estilo Van Gogh. Bueno, eso los franceses, los españoles, mira tú por donde, lo de afrancesados lo entendemos más al estilo Decathlon. Clavoconsejo: imprescindible abanico.

Al margen de estilismos, es cierto que los Rencontres son muy plurales y recogen “los nuevos discursos”. Clima, género, raza, multiculturalidad… Pero curiosamente, las exposiciones más potentes y “reivindicativas”, a mi entender, estaban en los Ateliers, a la sombra del edificio de la fundación Luma de Frank Gerhy, y alguna ni siquiera estaba en el programa. Por cierto, los que lleven años sin acudir a este espacio notarán lo cambiadísimo que están estos pabellones. Da cosa ir sin planchar la camiseta ni hacer la raya al pantalón. 

Ahora es el dinero el “revolucionario”, afianzando la tendencia de ediciones anteriores. Cómo se habrá vuelto de “transgresor” el festival que ha desaparecido su off.

Feminismo blanco

El caso es que en los Ateliers encontramos ‘Una vanguardia feminista. Fotografías y performances de la década de 1970 de la colección Verbund, Viena”, con más de 200 obras de 71 mujeres artistas. Sin duda, una expo imprescindible, y más con las turbulencias y reacciones que está generado la nueva ola de feminismo (que más que ola es corriente constante). 

© Roberto Villalón

El papel de la mujer en sociedad (esposa, madre y ama de casa), la dictadura de la belleza, la sexualidad femenina (y su relación con la masculina), la identidad femenina (tan debatida actualmente), las otras discriminaciones transversales…

Una exposición de valor didáctico incuestionable. Su catálogo debería ser material de consulta obligatorio. Entre los peros, la sensación de mayoría abrumadora de mujeres blancas, europeas y norteamericanas. Aunque cuenta con una pieza (en vídeo) tan impresionante como el ‘Me gritaron negra’ de Victoria Santa Cruz.

Supongo que la organización pensó lo mismo y por eso “completaron” la exposición con ‘Blur’ de Sandra Brewster y, sobre todo, con los impactantes collages de ‘How fast shall we sing’, de la artista noruega-nigeriana Frida Orupabo. Ya la pudimos descubrir en la Bienal de Venecia de 2019 y no se olvida fácilmente. Su trabajo versa sobre la representación de las personas racializadas, de sus cuerpos, sus heridas y cicatrices.

Negro sobre negro

Y en esta línea, pero ampliado exponencialmente su crudeza, se encuentra también en esos pabellones el trabajo del estadounidense Arthur Jafa. En 2018 pudimos ver una de sus piezas audiovisuales en la programación de este festival y algunas de sus esculturas en Venecia. Aquí, fuera de la programación oficial, encontramos ‘Live evil’. Impactante, bella, brutal, violenta, lírica… Enorme. Escultura, fotografía, instalación, pero, sobre todo, audiovisual.

La exposición más grande y completa de su trabajo hasta la fecha, con una cuidada puesta en escena. Racismo, desde la óptica de un afrodescendiente americano, violencia implícita y explícita, negritud y su representación, religión como elemento de control… Es bastante aterrador evidenciar el mundo que describe, generando un discurso a veces crudo, otras poético.

© Roberto Villalón

Y no podía dejar de pensar en Rubén H. Bermúdez, en sus ‘YTPQEN’ y ‘A todos nos gusta el plátano’, y su posicionamiento a la hora de representar a las personas racializadas evitando que sean (una vez más) mostradas en situaciones de dolor. Jafa podría ser su antítesis. O al revés, que Rubén llegó más tarde.

También pensaba en la capacidad del arte de envolver en celofán y lazos los mensajes más brutales o las imágenes más violentas. ¿Es más lícito exponer la foto de un cadáver en una galería o una exposición que en la portada de un periódico? ¿Qué capacidad tiene el mercado (del arte) de asimilar e impulsar los discursos más radicales, reivindicativos, violentos y crudos? ¿No los neutraliza? ¿Puede ser coherente el arte si se sale de parámetros puramente estéticos?

Los “blanquitos” que hemos viajado para ver en las instalaciones de Luma esta exposición, ¿hemos variado algo nuestro propio comportamiento o nuestra visión del mundo, o el efecto es similar a los sermones o los “amaos los unos a los otros” de una misa de doce? Porque no somos racistas, pero…

Y me dirás, ¿pero no estabas pidiendo que las exposiciones tuvieran algo que contar? ¿Que si un o una artista coge el megáfono, que sea para decir algo? Pues en ese conflicto me hallo. Pero yo sólo soy un simple fotógrafo. A ver si Carmen Dalmau escribe otro ensayo y me aporta un asidero en este mar de dudas.

Mucho más inocua la exposición, también en Luma, de James Barnon. El archivo “vernáculo” africano a reivindicar este año, que alguien ha vendido a la fundación. La sombra de Maier es alargada.

¿Necesitas rebajar aún más la intensidad? Acude a la exposición en el Monoprix ‘Canciones del cielo’ (encima del supermercado) que bien podía haberse titulado “A qué huelen las nubes” y que con el vapor del agua atmosférico como hilo conductor tenía un poquito de todo: postfoto, 3D, fotografía instalativa, procesos clásicos, montaje interactivo… Y que olvidas como nubecilla de verano.

© Lukas Hoffman

A su vera, una exposición muy celebrada en los corrillos, la de Lukas Hoffman. ¿El truco? Fotografía de calle de la de toda la vida, pero con cámara de formato medio, en blanco y negro y con fotos grandes. ¡Qué importante es presentar bien una expo! Y esta lo está. Pero vamos, en definitiva, texturas de pared y espaldas callejeras. “Las obras de Hoffmann son complejas representaciones de la temporalidad, una característica de la fotografía”. Ya sabes, cualquier foto de más de un metro se vuelve compleja.

Hablando de nubes, en este Arlés hemos aprendido a titular proyectos. ‘From what she told me, and how i feel’, ‘I have done nothing wrong’, ‘I can’t stand to see you cry’… Si quieres triunfar, piensa en un título que pusiera Isabel Coixet (casualmente la directora de aquel anuncio de compresas) a una película protagonizada por Tilda Swinton y, chimpún, ya lo tienes.

Primera persona del singular

Estos títulos están extraídos de algunos de los trabajos seleccionados en el Premio Descubrimiento Louis Roederer. La iglesia de los Frailes Trinitarios, uno de los espacios más agradecidos del festival, recogía los trabajos finalistas de este premio, comisariados por Taous Dahmani. El nexo, las motivaciones de los y las artistas que partían siempre desde lo personal: archivo familiar, expresión de género, racismo, desarraigo, identidad, sexualidades… Lo personal es político (y público) como hilo argumental. Como en las redes sociales. Y como en estas, el yo como punto de partida. Eso sí, con texturas analógicas (se lleva el negativo caducado). 

© Roberto Villalón

Me llamaron la atención, entre las diez propuestas presentadas, Maya Inès Touam, que se inspira en Matisse y su situación como hija de inmigrantes argelinos dando como resultado unas llamativas imágenes gracias a la gama cromática elegida, y el dúo Marinelli Cipreste e Hiroshima (Rodrigo Masina Pinheiro) sobre los símbolos de lo femenino como reivindicación LGTBIQ+.

La primera persona también es la voz de ‘Town boy’, del indio Sathish Kumar en El claustro de San Trófimo, en la que narra su infancia y traslado a la gran ciudad. Aunque el resultado es un diario. Y no es Ana Frank.

También hay cierta influencia del universo de las redes sociales, en especial de las poses de los influencers, en ‘Work in progress’, la expo anual de la École Nationale Supérieure de la Photographie.

Mucho más interesantes (una vez más, fuera del programa y en Luma) los trabajos del Premio Dior de la Fotografía y Artes Visuales para Jóvenes Talentos, algunos de ellos de lo mejor que pude ver en esos días, en el que participan escuelas de todo el mundo. Y, entre ellos, el trabajo de Gael del Río de Grisart de Barcelona y que ya pudiste disfrutar en los Visionados de Clavoardiendo.

Volviendo a los títulos, ‘When i feel down, i take a train to the happy valley’, de Pierfrancesco Celada, también nos hizo gracia. Un trabajo documental curioso, que versa sobre Hong Kong, ciudad en la que reside el fotógrafo, pero con un título que suena a cine coreano.

Mirando atrás

La mirada a los clásicos de esta edición estaba protagonizada por Lee Miller. Desgraciadamente, el lugar donde se expone, el espacio Van Gogh, la iluminación led fría, y una propuesta expositiva rancia, provocan, año tras año, que la experiencia sea decepcionante. Más gratificante era la visita a la pequeña muestra sobre Bettina Grossman y su obra multiciplinar.

© Roberto Villalón

Incomprensible, al menos para mí desde el punto de vista fotográfico, la exposición sobre Babetter Mangolte, pese estar en uno de los mejores espacios de la ciudad. Debe tener otros valores que a mí se me escapan. Yo creo que si Paco Gómez se encuentra estas fotos por la calle, no las rescata.

Interesante, en cambio, la exposición, a pocos metros, sobre la fotografía y la Cruz Roja, pues sirve para constatar la mirada colonialista, racista e incluso pornográfica que las instituciones “solidarias” han utilizado a lo largo de la historia y cómo contribuyeron a la visión que actualmente tenemos del mundo. La mirada Domund y el blanco salvador. Bueno, la explicación oficial de la expo es más elogiosa, pero creo que es buen ejercicio ver primero la expo de Jafa y después esta para entender mejor mi lectura.

El color es tendencia

Y tras esto, para desengrasar, recomiendo la visita a ‘Dress Code’, con algunas de las propuestas más interesantes de todo el festival. El trabajo de 40 artistas sobre identidad y vestimenta, con trabajos de Liza Ambrossio y Elina Brotherus, entre otros, pero nos quedamos con Bénédicte Kurzen y Sanne De Wilde, ganadoras del Off de Arlés en 2019 y un primer premio en una de las categorías del WPP del mismo año, y su ‘Land of Ibeji’, tanto por las fotos como por la propuesta expositiva.

© Roberto Villalón

También muy efectista la propuesta de Julien Lombardi y su ‘The land where the sun was born’ (¿eso no era un disco de Sting?). Buena puesta en escena e imágenes impactantes. “Lombardi sugiere que las herramientas utilizadas para captar la realidad pueden cruzarse con los fenómenos invisibles para experimentar nuevas formas narrativas”, dice la cartela. ¿Artificio u originalidad? Tengo mis dudas. En todo caso, bienvenido todo lo que abra caminos.

Nada es lo que parece

Especialmente agradecidos eran los trampantojos visuales de Noémie Goudal, sus palmeras de quita y pon y sus paisajes ardiendo. Unas piezas audiovisuales, muy celebradas en el boca a boca, sobre el cambio climático. Desgraciadamente, el mensaje palidece cuando una semana más tarde arde media provincia de Zamora (el tema me toca de cerca). Y, claro, dudas sobre si el arte puede acabar siendo la vida en versión homeopática. Una proyección, de una proyección, de una proyección, de una proyección en la caverna.

© Roberto Villalón

Hay que señalar que lo audiovisual estaba muy presente en muchas de las propuestas, como sucede en las redes de «fotografía» y en los los trabajos de Susan Meiselas y Marta Gentilucci, o el de Estefanía Peñafiel, aunque en ambas me resultó más interesante el texto de sala que el resultado. También apuesta por la imagen en movimiento Joan Fontcuberta, ahora interesado por el sexo y la inteligencia artificial como generadora de imágenes.

Ver tantas exposiciones, tan variadas, tan rápido, puede generar precisamente un efecto Instagram, con sus reels, fotos, publicidad, retos y refritos de Tiktok. Comienza a ser difícil valorar lo que ves. A distinguir lo relevante de lo que no. Por eso se echa tanto de menos que los festivales tengan líneas argumentales, que se comisaríe, que se separe el grano de la paja.

Miro la vida pasar

Y si las redes sociales pretenden mostrar la vida, aquí y ahora, pero con filtros que la embellecen, la muestra comisariada por Paul Graham en el Museo de antigüedades de Arlés y que bien merece el paseo, trata de contar lo cotidiano, supuestamente, sin relato, fuera del tiempo y sin filtros. Postdocumentalismo lo llaman. Trabajos de Stanley Wolukau-Wanambwa, Gregory Halpern, RaMell Ross o Vanessa Winship que en más de un caso se merecerían una individual, directamente.

© Roberto Villalón

Al final, lo mejor de estos festivales, como en esa vida anodina de Graham, es disfrutarlos con amigos, encontrarte con el mundillo, comprarle el libro a esa fotógrafa que seguías en redes y acudir a la firma del colega que te cae bien. Buscar una terraza en la sombra para tomar algo entre expos, ponerse al día de nuestras vidas sin mascarillas, comentar lo chulos que son los colores elegidos de las paredes de las expos (mostazas, morados, verdes pino…) y lo bien que dan en selfie, o comprobar que casi han desaparecido las rocas, las vías lácteas, los caballos blancos, la niebla, el pajarico muerto y el papel supermate con fotos subexpuestas en los proyectos, mientras te echas unas risas. Y, sobre todo, que nos sigue gustando la fotografía.