La fotografía en África tiene una riqueza y entidad propia que muchos de nosotros desconocemos. Ángela Rodríguez Perea, coordinadora en Afribuku, revista sobre arte y cultura de este continente, acudió el pasado mes de mayo a la XIII Dak’ART, y nos ha seleccionado algunos de los proyectos fotográficos más interesantes que allí pudo ver. Laeïla Adjovi, Rachel Monosov & Admire Kamudzengerere, Januario Jano, Kudzanai Chiurai y Sonia Kessi muestran la riqueza de la fotografía que se hacer en el vecino continente y puede ayudarnos a ampliar nuestra mirada.

La fotografía “Made in Africa” ha vivido una compleja y rica evolución en la última década. Atrás queda, en el mundo del arte, la dictadura de aquellas imágenes puramente etnográficas, tomadas por occidentales lastrados con una visión exótica y paternalista. También empieza a pasar, lentamente, el dorado revival de esos retratos de estudio, realizados por grandes nombres como Malick Sidibé o Seidou Keïta, durante los años posteriores a las independencias. Poderosa arma de autorrepresentación, los creativos africanos actuales reivindican la fotografía como un espacio en cuyo centro sitúan el cuerpo negro, las contradicciones inherentes a tradición y modernidad, la política, la espiritualidad o el archivo histórico. Con un carácter mucho más artístico hoy, es el medio idóneo con el que se definen y posicionan las diferentes nociones de identidad que coexisten dentro del continente.  

Siguiendo la tendencia al alza, 2018 ha sido un año próspero para la producción fotográfica africana, y ello a pesar de no haber coincidido con la veterana y asentada bienal Encuentros de Bamako, en Malí. El etíope AddisFotoFest, durante el mes de diciembre, y el LagosPhoto, en Nigeria, celebran sus quintas ediciones, estableciéndose poco a poco como citas indispensables, también en el ámbito internacional. A principios de este año, en el flamante Museo MACAAL de Marrakech, la muestra ‘Africa is no island’  elogiaba una década de trabajo de la plataforma Afrique in Visu.

Mientras tanto, en diversas ciudades de Ghana, discurría en septiembre el primer festival de fotografía del país, el Nuku Photo Festival. A lo anterior habría que añadir las exhibiciones, ferias y, por supuesto, bienales que han tenido lugar a lo largo y ancho de la geografía africana y que han hecho más que un simple hueco a la instantánea. 

Con el privilegio o la losa que supone ser la bienal de arte más antigua de África, la Dak’Art, que se celebra desde inicios de los 90 en la capital senegalesa, ha vivido una revitalización en los últimos años, consolidándose como referencia dentro de la órbita de la creación contemporánea del continente. Gracias a las dos últimas ediciones, bajo la dirección artística del comisario y escritor Simon Njami, Dak’Art se define cada vez más, también, como una cita internacional capaz de presentar y de atraer a artistas, coleccionistas y amateurs del arte provenientes del mundo entero.

Desde instalaciones públicas a una exhibición temporal del Museo de la Fotografía, inaugurado este mismo año en la ciudad de Saint Louis, pasando por salons improvisados en casas particulares: la fotografía ha encontrado un espacio privilegiado en la edición de 2018, no solo en las exposiciones principales, sino también gracias a iniciativas no incluidas en el programa oficial de la bienal. Revelador es que la ganadora del Gran Premio de la Dak’Art, Laeila Adjovi, fuese  galardonada por un trabajo fotográfico. Las diversas propuestas presentadas por españoles, sin ir más lejos, estuvieron sobre todo centradas en fotografía: La serie ‘Pères’ de Marta Moreiras, instalada en pleno paseo de la Corniche, el trabajo de Javier Aceval, resultado de un taller con niños de la calle, o la exposición colectiva ‘Diaphane’ en el Aula Cervantes, son solo algunos ejemplos.

A continuación, dejamos una pequeña lista de algunos de los artistas que nos han fascinado, expuestos en la muestra principal de esta bienal que se clausuraba a principios de junio pasado.

Andrew Tshabangu 

Nacido en Soweto a mediados de los años 60, Andrew Tshabangu lleva décadas documentando lo que llama “la vida tranquila” de la Sudáfrica post apartheid, concretamente la de la comunidad negra, a través de los rituales de su universo cotidiano.  Sus fotografías en blanco y negro, con las que ha desarrollado una técnica muy personal que inunda las imágenes de una luz tenue y vaporosa, insuflan a ese mundo ordinario del día a día una especie de halo de misterio y profundidad.

‘Enjoyment Urban Beach’. (2016) © Andrew Tshabangu. Cortesía de Galería Momo.

El agua es el leitmotiv en esta última serie del sudafricano.  El mar, telón de fondo permanente, aparece como un elemento sanador en el que una figura solitaria se sumerge para purificarse. En otra instantánea, una ceremonia sagrada nos sugiere la idea del océano como un vasto umbral que abre un canal de comunicación con los ancestros.  Pero que puede ser también, simplemente, un espacio de recreo para multitudes complacientes, que comparten  momentos banales en una suerte de comunión silenciosa. Muchedumbres o personajes aislados, todos vuelven a ese agua común y trascendente que es el océano.

Laeïla Adjovi

Malaïka Dotou Sankofa es el nombre de este bello y enigmático personaje que se nos antoja un ángel caído, atrapada o refugiada en el interior de un edificio abandonado. Un ser celeste que, por su atuendo, nos revela que ha pasado y se ha adaptado, tal vez por obligación, a los mundanos protocolos de nuestras sociedades. Malaïka, de hecho, significa “ángel” en suajili. El resto del apelativo delata su identidad: “Dotou” es el imperativo del verbo “mantenerse determinado” en fon (idioma del sur de Benín). Sankofa es un conocido símbolo adinkra (Ghana), que muestra un ave con el cuello girado hacia atrás y cuyo gesto significa avanzar hacia el futuro aprendiendo del pasado y de las tradiciones.

‘Malaïka Dotou Sankofa #4”. (2016) © Laeila Adjovi

La protagonista no es otra que la propia África, una alegoría a un continente forzado a adecuarse a moldes ajenos, en detrimento de su propia realización, sometido a hacerse invisible y a esperar un renacer que solo llegará de la mano su propia voluntad por liberarse. 

Rachel Monosov & Admire Kamudzengerere

Como si de un álbum de familia se tratase , la serie ‘1972’ nos hace pasear por un episodio de la vida de R. y A. en el periodo en que se casan, construyen su casa y crían a sus hijos en una región rural de Zimbabwe. Con un lenguaje muy cinematográfico, la cámara se aproxima con asombrosa intrepidez  para inmortalizar momentos que, más que íntimos, son extraordinarios desde el punto de vista estético, por lo irrepetible de su composición. De ahí surge la duda en el espectador: ¿Es esta historia real?

Toda su veracidad se desmorona ante quien conoce las circunstancias sociopolitícas de Zimbabwe en 1972, año en que estallaba un conflicto de guerrillas fuera de las zonas urbanas y momento en el que una pareja “mixta” muy difícilmente hubiera podido vivir ese bucólico cuento de hadas.

‘Before long travel, August 23, 1972”. (2017) © Rachel Monosov & Admire Kamudzengerere.  Cortesía de Catinca Tabacaru Gallery.

La serie constituye así un desafío a la memoria histórica, un ejercicio jovial de reescritura, donde la pareja de artistas enfrenta a la violencia política y social y a la destrucción de la guerra lo apacible de un relato de amor, con la formación de un hogar y una familia. Lo inesperado nos llega al saber que el proceso de creación de las obras se desarrolló paralelamente al periodo en el que los propios Monosov y Kamudzengerere se casaron y construyeron una casa en el país. He aquí un archivo de recuerdos conformado a base de superposiciones de ficción y de realidad.

Januario Jano 

A medio camino entre la performance y la fotografía, el trabajo presentado por el multifacético Januario Jano entremezcla memoria individual y colectiva. La primera es usada como reserva de símbolos, resignificados en pos de una interpretación decolonial de la historia de su Angola natal. La “mponda” o bolsa de lana utilizada por las mujeres para transportar objetos de valor; el botijo para guardar la harina de “musseke” o aún el mobiliario… El artista recupera estos objetos del ambiente cotidiano de su infancia, irremediblemente ligados al contexto postcolonial, lastrados con una carga cultural compleja remendada a base de híbridos, y los reutiliza con un fin específico. 

‘Ilundu 24’ © Januario Jano. Cortesía del artista. 

En esta serie en movimiento, ‘Ilundu’,  la silla encarna a su padre, quien se ganaba la vida fabricando muebles, mientras que el mismo Jano interpreta a un curandero tradicional, una especie de medium que, de alguna manera, le permite conectar con el pasado, con la Historia con H mayúscula, pero también con su propio progenitor. La imagen sugiere la iniciación a la vida adulta, por la idea de transmisión de padre a hijo, y es a la vez una excusa para explorar las prácticas sagradas de la cultura ambundu, de la que el artista es originario. Presente en muchas otras de sus obras, el hilo rojo es ese componente que conecta dimensiones espacio-temporales.

Kudzanai Chiurai  

Su nombre viene sonando con fuerza desde hace ya algunos años. Es probable que su éxito provenga de la capacidad que tienen sus fotografías para fascinar a partes iguales a museos y galerías y a un público más amplio, no necesariamente familiarizado con el arte contemporáneo. Chiurai elabora un cosmos con una estética muy pop, inspirada según dice por antiguos carteles de propaganda comunista en China. Las temáticas están cargadas de referencias políticas, cosidas en ocasiones usando clichés sobre la corrupción, las armas y los déspotas africanos, presentados estos como una especie de celebridades anónimas.

‘Ilundu 15’. Januario Jano. Cortesía del artista. 

El artista se deleita también invirtiendo roles de género, ubicando a las mujeres en la posición de lideresas o de guerrilleras, por ejemplo. Las personas que utiliza en sus imágenes desbordan juventud y una actitud muy actual, que se vislumbran en su look y que transmiten por momentos un impulso más rebelde y fashion que propiamente crítico, un efecto seguramente meditado. 

Sonia Kessi   

‘Tamurt’, que significa “país” en cabil (Cabilia, Argelia), es el territorio físico y emocional que fotografía Sonia Kessi. Pero no se trata aquí de un lugar definido por fronteras, estadísticas u otros elementos de geopolítica. Tampoco es, aunque pudiera parecerlo a primera impresión, una idea de nación romantizada y tradicionalista, cocinada a base de idealismos folkloristas. Muy alejada de la fotografía costumbrista, el trabajo de la argelina no tiene otra voluntad que la de fijar escenas de su propio alrededor, sin filtros de intención. 

‘Tamurt’ (2017).  Sonia Kessi. Cortesía de la artista

Tomar fotografías no es un trabajo para ella, ni tan siquiera una elección, sino sobre todo el fruto de una mirada despierta y consciente de su entorno inmediato: la realidad rural de la región de la Cabilia, sus campos de olivares y sus pastoras. Sin haber sido preseleccionadas para el cuadro, las mujeres pueblan mayoritariamente las escenas de manera natural, pues habitan un mundo cuyas puertas permanecen abiertas para la artista. Fuera del coto de los hombres, aquí Kessi es todo menos una intrusa, conoce y siente los códigos, comunica más allá de silencios, y esta serie es el producto visual de un ecosistema del que la misma fotografía forma parte.


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